El sueño de la razón produce monstruos

jueves, 1 de diciembre de 2011

La "translatio" de Santiago Apóstol de Jerusalen a Galicia (I)

El Beato de Liébana fue uno de los personajes más importantes
durante la monarquía asturiana.
Fue monje del Monasterio de Santo Toribio de Liébana -entonces San Martín de Turieno-, que además de escribir una extensa obra literaria, participó, junto con Eterio, obispo de Osma y discípulo suyo,
en una importante controversia teológica con Elipando,
obispo metropolitano y primado de Toledo,
en la que tuvieron que intervenir el Papa Adriano I e incluso Carlomagno.
Además participó activamente en política como consejero del rey Silo, además de ser maestro de la reina Adosinda, y fue el creador de la leyenda de Santiago Apóstol como patrón de España, sólo algunos años antes del oportuno "descubrimiento" de su tumba en Iria Flavia.



Todo el suelo español cae en poder de los musulmanes con la invasión árabe (711), a excepción de pequeños focos de resistencia amparados en las montañas del Norte. Los cristianos que los constituyen se limitan, durante los siglos VIII y IX, a aprovechar las disensiones internas de los musulmanes para extender poco a poco su escaso territorio y a asolar la cuenca del Duero, evitando así la proximidad del enemigo. A cada reconquista definitiva, sigue la repoblación de tierras yermas; hacia 950 había llegado esta repoblación hasta Sepúlveda, Salamanca y Coimbra.

Por entonces el Califato cordobés[i] alcanza su máximo poderío militar, y Almanzor pone a los cristianos en situación angustiosa; pero desde el siglo XI, dividido el Califato en pequeños reinos de taifas, la superioridad del Norte sobre el Sur es manifiesta, y los reyezuelos moros pagan tributo a los monarcas de León, Aragón y Castilla.

Los Estados cristianos sentían la continuidad histórica con el reino visigodo[ii], bajo el cual se habían forjado el concepto nacional y la unidad religiosa de España[iii].

El vivir de los cristianos independientes era muy difícil, frente a las comodidades y brillantez de la España musulmana. La guerra asolaba campos y ciudades con incursiones destructoras. Las ciudades eran pequeñas y modestas, y su industria, muy primitiva, se hallaba reducida a lo más indispensable. En las cortes y en los palacios de los nobles había algunas comodidades y hasta cierto lujo suntuario; pero las gentes humildes, inseguras y míseras, tenían que buscar el amparo de un señor haciéndose dependientes de él o caían en la servidumbre y así entraban en el círculo de vasallos protegidos que debían seguir al señor en la guerra y en la política a cambio de ayuda y protección, surgiendo así las relaciones de protección y fidelidad, esto, vasallaje.

La costumbres eran duras; el fermento germánico y los hábitos indígenas resurgen con más vigor del que harían suponer las leyes visigodas. Estaba muy arraigada la “venganza de la sangre”; los juicios se resolvían frecuentemente por medio de ordalías; y los acreedores, en lugar de acudir al juez, ejecutaban por su cuenta los embargos.

A pesar de la barbarie dominante, se apreciaba la cultura. De las escuelas monásticas salían letrados capaces de escribir cronicones u obras de teología, y monjes que se dedicaban a copiar manuscritos. El espíritu de San Isidoro de Sevilla[iv] daba sus últimos destellos, más pobres en el Norte que entre los mozárabes; pero de él se nutrieron San Beato de Liébana, cuyas obras circulaban en preciosos códices miniados. Destacaron Teodulfo, obispo de Orleáns, que tanto contribuyó al renacimiento carolingio, y Alfonso III, que tuvo fama de sabio. En los nobles, al lado de la destreza en las armas y el valor guerrero, se estimaba el conocimiento del derecho.

Hasta el siglo XI las comunicaciones de la España cristiana con Europa fue, salvo Cataluña, poco intensa. En el reino leonés se mencionan espadas “franciscas”, indicio de que el comercio con Francia seguía vivo; influencia carolingia se observa en cargos e instituciones de la corte asturiana. Pero en el siglo X estos influjos se vieron eclipsados por el cordobés.

El romance primitivo de los Estados cristianos en los siglo IX al XI nos es conocido gracias a documentos notariales que, si bien pretenden emplear el latín, insertan por descuido o ignorancia formas, voces y construcciones vulgares; son las llamadas Glosas, entre las que destacan las Emilianenses, compuestas en el monasterio de San Millán de la Cogolla, y las Silenses, conservadas en un manuscrito del monasterio de Silos, al sureste de Burgos; datan del siglo X y están en dialecto navarro-aragonés.

En el siglo XI se abre un nuevo periodo de la Reconquista. Tras la pesadilla de Almanzor, los moros dejan de ser enemigos temibles hasta la venida de los almorávides. Los cristianos, inferiores en cultura y refinamiento, les superan en vitalidad. La peregrinación a Santiago resultaba penosa; desde Roncesvalles seguía un camino abrupto, entre montañas. Sancho el Mayor lo desvía, haciendo que atravesara por tierra llana. A partir de entonces afluyen a Compostela innumerables devotos europeos; la abundancia de franceses da a la ruta el nombre de “camino francés”. A lo largo de ella se establecen colonos que pronto forman en nuestras ciudades barrios enteros “de francos”. España sale de su aislamiento, pero con perjuicio de sus tradiciones. El rito visigodo es sustituido por el romano; desaparece la escritura visigoda y en su lugar se emplea la carolingia. Al arte mozárabe sigue la arquitectura románica.

Los siglos XI al XIII marcan el apogeo de la inmigración ultrapirenaica en España, favorecida por enlaces matrimoniales entre reyes españoles y princesas francesas y de Occitania. Todas las capas de la sociedad, nobles, guerreros, eclesiásticos y menestrales, experimentaron la influencia de los visitantes y colonos extranjeros. Las literaturas peninsulares se vieron influenciadas por los poetas franceses y provenzales que acompañaban a los señores extranjeros en sus peregrinaciones a Compostela o frecuentaban las cortes españolas. Los reyes Alfonso VII y Alfonso VIII de Castilla, y el aragonés Alfonso II, les dispensaron honrosa y espléndida acogida.

El papel de los juglares españoles en contacto con los franceses hizo que muchos asuntos carolingios pasaran a la epopeya castellana; la leyenda del rey Rodrigo inspiró la gesta francesa de Ansëis de Cartage; y el poema Mainete o mocedades de Carlomagno nació en Toledo, por influjo de la leyenda que celebraba los amores de Alfonso V con la mora Zaida.

Para concluir esta breve introducción, es a partir del siglo IX cuando Santiago de Compostela se convirtió en centro de peregrinación europea, lo que contribuyó a su desarrollo artístico y económico durante toda la Edad Media. El punto neurálgico de ese movimiento material y espiritual fue la catedral, donde se guardan los restos del apóstol, mandada construir por el obispo Diego Gelmírez (siglo XI). Y es en el siglo XII cuando se instituyen los votos en homenaje al patrón de España.

Después del descubrimiento por Teodomiro, obispo de Iria Flavia, de lo que sería la tumba del apóstol Santiago, el cual, según la tradición, había sido evangelizador de España, durante más de mil años peregrinos procedentes de los más diversos lugares del cristiandad llegan ininterrumpidamente a Compostela. Lo que en principio parecía un asunto local, que influiría sólo en los reinos cristianos del norte de la Península, la devoción al Apóstol se extendió vertiginosamente surgiendo una peregrinación que no ha cesado hasta nuestros días.

Si hay alguna cuestión espinosa en la Historia de España, es la de la realidad histórica de la antiquísima tradición que relaciona al Apóstol Santiago con España. Los hechos históricos no están suficientemente claros porque las investigaciones han tenido que enfrentarse a la oscuridad de una documentación escrita escasa, la credibilidad de lo legendario y la complejidad de lo arqueológico. Sin embargo, la tradición que los afirma y avala es tan poderosa y surge con tal pujanza en la Edad Media, que sería imprudente negarle un necesario fundamento histórico.

El personaje histórico es el Apóstol Santiago, a quien el evangelio llama “el Mayor”, (15,40.), para distinguirle de “el Menor” (San Lucas, 15,40). Era hermano de San Juan Evangelista, y como él, hijo del pescador Zebedeo y de Salomé (San Marcos, 4-21).

Los tres elementos fundamentales de la tradición española sobre Santiago son los siguientes:

1º. La estancia de Santiago en España, en viaje de evangelización y su vuelta a Jerusalén donde fue martirizado el año 44 de nuestra era.

2º. La traslación de sus restos, por vía marítima, a España, donde sus discípulos les dieron tierra en el Finisterrae de Galicia.

3º. El hallazgo de estos restos, en las proximidades de la ciudad episcopal de Iria Flavia (actual Padrón), por el obispo de la ciudad, Teodomiro, a comienzos del siglo IX.

Este último suceso, ya pertenece a la Historia y a partir de él la documentación sobre Santiago es rica y abundante. Lo primero que se hace tras el descubrimiento del sepulcro, fue notificárselo al Papa, que tuvo que ser San León, quien inmediatamente difundió la noticia a toda la Iglesia mediante una carta titulada Noscat fraternitas vestra, en la que dice: “Sepan... que el cuerpo del bienaventurado apóstol Santiago, fue trasladado entero a España, en territorio de Galicia...”. El emperador Carlomagno tuvo también conocimiento del hallazgo, y muy pronto su figura se va a ver ligada al sepulcro del Apóstol.

Enseguida comenzaron a llegar a la tumba visitantes españoles y transpirenaicos. Se trata del único Apóstol enterrado en Occidente, a excepción de San Pedro y San Pablo, martirizados en la misma Roma; así Compostela se convierte, con Jerusalén y Roma, en uno de los tres grandes centros de peregrinación cristiana en el mundo.



[i] . Durante el siglo X se establecieron dos califatos rivales, síntoma del inicio de la decadencia del califato Abasí, uno en el norte de África y otro en la península Ibérica. El primero, regido por la dinastía Fatimí, fue fundado por Ubayd Allah, quien se proclamó a sí mismo califa de Túnez en el año 909. Los fatimíes eran shiíes, y se proclamaban descendientes de Fátima (de donde proviene su nombre), hija de Mahoma, y de su esposo Alí, a quien consideran el cuarto califa. En la cima de su poder, a mediados del siglo X, el califato Fatimí constituía una seria amenaza para los Abasíes de Bagdad. La dinastía Fatimí gobernó la mayor parte del norte de África, desde Egipto hasta la actual Argelia, además de Sicilia y Siria. El califato Fatimí proclamó su lealtad a los fundamentos shiíes, tanto dentro como fuera de sus dominios, y no reconoció nunca la autoridad Abasí. Desde su capital, localizada en El Cairo, numerosos misioneros fueron enviados al resto del mundo musulmán, para que afirmaran la infalibilidad de los califas Fatimíes, que recibían la iluminación divina directamente de Alí. La dinastía fue derrocada en 1171 por Saladino, que se proclamó sultán de Egipto.

El segundo califato independiente se estableció en al-Andalus (territorios musulmanes de la península Ibérica) cuando Abd al-Rahman III se proclamó, en el 929, califa y Amir al-muminin (‘jefe de los creyentes’) con el sobrenombre de al-Nasir li din Allah (‘Defensor de la religión de Alá’).

Su postura suponía culminar el proceso independentista de al-Andalus, iniciado con el príncipe Omeya Abd al-Rahman I, quien, huyendo de la matanza de su familia por los Abasíes, logró establecer en al-Andalus un Estado musulmán independiente políticamente del califato de Bagdad, conocido como emirato de Córdoba (756-929).

La proclamación del califato por Abd al-Rahman III, supuso la ruptura de los lazos religiosos formales con Bagdad. Su acción vino motivada, además de por la intención de completar la independencia del emirato Omeya de Córdoba, por el temor a que la fundación del califato Fatimí en Egipto pusiera en peligro la sumisión de los territorios conquistados del norte de África, de lo que dependía el aprovisionamiento de cereales de al-Andalus. Fueron, por tanto, consideraciones políticas, y no religiosas, las que provocaron la proclamación del califato de Córdoba.

Durante su reinado, Abd al-Rahman III consiguió eliminar el peligro que suponían los reinos cristianos del norte peninsular, así como las discrepancias en el interior de su territorio. Como consecuencia de ello, al-Andalus gozó entonces de su máximo apogeo político e intelectual, convirtiéndose en el más importante centro cultural de Occidente, favoreciendo la convivencia de musulmanes, judíos y cristianos. La magnificencia de la mezquita de Córdoba y los restos del palacio de Medinat al-Zahara son fiel reflejo de este esplendor.

A su muerte, la figura del califa se vio debilitada, al quedar éste sometido a la voluntad del general Almanzor (940-1002), cuyos éxitos militares ante los cristianos durante la Reconquista, frenaron la caída del califato, a pesar de su autoritario gobierno.

Poco después de su muerte (1002), el espacio político del califato de Córdoba se disgregó en treinta reinos de taifas (1031); la atomización de poder que esto produjo, junto al progresivo avance territorial de los reinos cristianos del norte, provocaron el inicio del fin de la presencia musulmana en la península Ibérica, hecho que se produciría de forma definitiva en 1492. (Encarta 98).

[ii]. Reino visigodo, núcleo político creado en la península Ibérica por los visigodos en el transcurso del siglo VI. Los visigodos eran un pueblo germánico del grupo de los godos. Su presencia en Hispania data del año 416, cuando como federados de Roma acudieron para combatir a los suevos, vándalos y alanos, que se habían asentado en diversas regiones del territorio peninsular. Tras esta intervención, firmaron un acuerdo con Roma y se establecieron en el sur de las Galias, donde crearon el reino de Tolosa (en Toulouse). Más tarde regresaron a la Península con funciones de carácter militar iniciándose su asentamiento en estas tierras. Pero la afluencia masiva de visigodos hacia la Península se produjo después de la derrota sufrida frente a los francos en la batalla de Vouillé (507). Su asentamiento preferente se sitúa en la cuenca del Duero, una zona de escasa población y débil desarrollo urbano, que les permitía mantenerse aislados de los hispanorromanos.

El reino visigodo de Toledo comenzó a cobrar entidad durante el reinado de Leovigildo (568-586). Este monarca consiguió implantar un dominio político efectivo en la mayor parte del territorio peninsular. Se impuso a la aristocracia hispanorromana de la Bética (573-576) y anexionó el reino suevo (585). Frente a los pueblos del norte ocupó Amaya en el territorio cántabro y erigió la plaza fuerte de Victoriaco para contener a los vascones. La franja costera de Valencia a Cádiz, ocupada por los bizantinos desde principios del siglo VI, fue incorporada más tardíamente (625). Asimismo se tomaron medidas encaminadas a promover la fusión entre visigodos e hispanorromanos, base fundamental para la formación de un verdadero reino. Para acabar con las diferencias religiosas, Leovigildo trató de imponer el arrianismo como religión oficial del Estado, pero fracasó por la oposición de la Iglesia y de la aristocracia hispanorromana. Su propio hijo Hermenegildo, responsable del gobierno de la Bética, abrazó el catolicismo y se sublevó (579). Ante esta situación sólo quedaba la opción de conseguir la unidad en torno al catolicismo, medida adoptada por su hijo Recaredo en el III Concilio de Toledo (589). La unidad jurídica se consiguió con la promulgación por Recesvinto del Liber Iudiciorum (654), código de validez territorial por el que debían regirse todos los jueces.

Los visigodos pretendieron instaurar un Estado centralizado, continuador del poder romano, a cuya cabeza estaba la institución monárquica. El rey era el jefe supremo de la comunidad y tenía amplios poderes judiciales, legislativos, militares y administrativos. Para reforzar su prestigio, los reyes visigodos adoptaron los atributos y el ceremonial de los emperadores. El rito de la 'unción regia', que recibían de los obispos, les confería cierto carácter sagrado. Tradicionalmente se accedía al trono por elección dentro de un linaje. Diversos reyes intentaron hacerla hereditaria recurriendo al procedimiento de la 'asociación al trono', que aseguraba la sucesión dentro de la propia familia, pero finalmente se impuso el principio electivo (IV Concilio de Toledo, 633). El organismo que auxiliaba a los reyes en sus funciones de gobierno era el Officium Palatinum, en el que se integraban los magnates de su confianza. Para la gobernación del territorio mantuvieron la división de época romana en provincias, a cuyo frente situaba a un dux. En cambio, los viejos municipios romanos fueron sustituidos por nuevos distritos de carácter más rural, los territoria, gobernados por un comes. Tanto los duques como los condes pertenecían a los escalones más altos de la nobleza y se erigieron en los grandes funcionarios de la administración territorial. Las grandes asambleas políticas del reino fueron el Aula Regia y los Concilios.

La pretensión de los reyes de revitalizar el Estado y de reafirmar el papel de la monarquía chocó con la oposición de la nobleza. Los nobles promovieron constantes rebeliones armadas, que en muchas ocasiones se saldaban con el destronamiento o la muerte del rey, y utilizaron los concilios para imponerse a los monarcas. Algunos reyes intentaron imponerse a la nobleza recurriendo a la confiscación de sus bienes o la política represiva, como sucedió con Chindasvinto (642-653), pero no pudieron detener el proceso de desintegración en que se hallaba inmerso el reino visigodo. En las últimas décadas del siglo VII, el Estado se encontraba fragmentado en múltiples células autónomas, gobernadas por la alta nobleza. Los vínculos públicos fueron sustituidos por otros de carácter privado, fundamentados en el juramento de fidelidad a los reyes. Asimismo, el ejército público había acabado por convertirse en una suma de ejércitos privados de los nobles. En los primeros años del siglo VIII se recrudeció la lucha por el poder entre las dos familias más poderosas del reino, la de Chindasvinto y la de Wamba. El clima de auténtica guerra civil en que vivía la Hispania visigoda facilitó la invasión musulmana. El último rey visigodo, Rodrigo, fue derrotado y muerto por los musulmanes en la batalla de Guadalete (711) y con él desapareció el reino de Toledo.

Durante la época visigoda prosiguieron las transformaciones socioeconómicas características del Bajo Imperio. Los latifundios se convirtieron en centros de articulación política y social, en los que se integraba un gran número de población libre, vinculada personal y económicamente a los grandes propietarios. Prosiguió la decadencia de las ciudades y del comercio y se agudizó el proceso de ruralización de la sociedad. Desde la conversión de Recaredo al catolicismo se produjo una confusión creciente entre el poder político y el religioso, y la cultura se convirtió en monopolio de la Iglesia. Sin duda la figura más destacada en este campo fue san Isidoro, autor de las Etimologías, considerada la primera 'enciclopedia cristiana. (Encarta 98).

[iii] . Al ocupar los moros la mayor parte de nuestro suelo, el nombre de Spania llegó a usarse como sinónimo del Andalus, pero nunca perdió el valor que le habían dado San Isidoro y los Concilios toledanos: Covadonga había sido “la salvación de España”, que se vería restaurada mediante la expulsión de los sarracenos. Tales ideas, que encontramos repetidas en los cronicones, agrupaban a los distintos Estados en la empresa reconquistadora.

[iv] . Isidoro de Sevilla (c. 560-636), teólogo, arzobispo y enciclopedista español, cuya obra más influyente fue Etimologías, una de las primeras enciclopedias que recoge el saber de la época de forma exhaustiva. Nació en Sevilla (España) y estudió en un monasterio bajo la supervisión de su hermano san Leandro, a quien más tarde sucedería como arzobispo de Sevilla. Como arzobispo, san Isidoro ayudó a unificar la Iglesia en la península Ibérica al convertir a los visigodos (que conquistaron la península en el siglo V) del arrianismo —una de las herejías más desintegradoras en la historia de la Iglesia— al cristianismo oficial. También presidió varios concilios eclesiásticos importantes. Uno de los más famosos fue el Concilio de Toledo (633), que decretó la unión de la Iglesia y el Estado, el establecimiento de escuelas en las catedrales de todas las diócesis y la normalización de la práctica litúrgica.

Su obra más importante, Etimologías, que consta de 20 libros, reúne todo el conocimiento secular y religioso de la época y contiene información obtenida de las obras de otros escritores y sabios latinos. Aunque carece de originalidad, este libro fue uno de los textos preferidos de los estudiantes de la edad media, y durante siglos un libro de referencia por su claridad en la exposición. La obra de san Isidoro alcanzó una difusión extraordinaria y por tanto tiene un valor incalculable en cuanto transmisora del saber. También escribió tratados de teología, sobre la Biblia (Cuestiones sobre el Antiguo Testamento), lingüística, ciencia e historia (Historia de los godos y Crónica universal). Su obra Tres libros de sentencias constituye el primer manual de doctrina y ética cristianas de la Iglesia latina.

Murió en Sevilla el 4 de abril de 636. Fue canonizado en 1598 y declarado Doctor de la Iglesia en 1722. Su festividad se celebra el 4 de abril.

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