En la Segunda parte de
Don Juan Tenorio, en el teatro aparece un magnífico cementerio hermoseado como
un jardín; en un primer plano, aislados
y con estatuas de piedra, se ven los sepulcros de don Gonzalo de Ulloa, de
rodillas, de doña Inés, de pie y en centro, y, a la izquierda, la de don Luis
Mejía también de rodillas. En el fondo, el panteón de la Familia Tenorio con la
estatua de don Diego Tenorio, el fundador de la saga. Una pared llena de nichos
y lápidas, sepulcros, estatuas de piedra, sauces llorones que se inclinan ante
las tumbas, flores de todas clases y cipreses enhiestos hacia el cielo aparecen
envueltos por la luz de una luna en una noche fría y tranquila de verano, y alumbrada por
una luna brillante.
En el silencio, se sienten los pasos de un
lento, nostálgico y meditabundo caminar.
Son los de don Juan Tenorio, que deambula entre el misterio de tumbas que
sobrecogen, sombras de ultratumba, la estatua animada del Comendador de
Calatrava y la invitación temería al banquete espectral; brindis, euforia en casa
de don Juan, seguidos de duelos y muerte. Luego una cena paródica en el
sepulcro del convidado de piedra, espectros, osamentas, sudarios y vuelos
macabros. El reloj de arena, implacable, marca el último instante. Campanas
fúnebres y cantos funerarios. Arrepentimiento y apoteosis final del amor. Dos
almas resplandecientes como llamas ascienden hacia las esferas celestes del
paraíso entre músicas angelicales al esclarecer el alba en un nuevo día que
aterrará a los sevillanos.
Entre los predecesores de Zorrilla,
Antonio de Zamora tuvo gran éxito con una serie de comedias de magia, como ya
señalamos, donde la tramoya era más importante que el mismo texto. Sin embargo,
cuando Zorrilla compone el Tenorio, aquel género estaba en decadencia absoluta.
La comedia de magia, con predominio
absoluto de la escenografía, al gusto cortesano en tiempo de Felipe IV, en el reinado
de Felipe V, es uno de los más atractivos para el pueblo de Madrid y otras
grandes ciudades y que se mantenía todavía con éxito en el reinado de Fernando
VII.
Hartzenbusch escribirá dos de las
últimas comedias de magia, La redoma encantada (1839), donde se llama al héroe
el "Don Juan Tenorio de nuestros tiempos" y donde los espectadores
son testigos de la presencia de dos estatuas que "vienen a cenar", y
Los polvos de la madre Celestina (1840), que llegará al siglo XX como
espectáculo infantil.
Torrente Ballester afirmará que El Tenorio es de las obras modernas, la
más alabada y denostada, pero la única verdaderamente popular, y que ha sido
representada hasta las últimas décadas la noche de difuntos. Con esas representaciones
teatrales, tan arraigada como el culto a los muertos, el público disfrutaba con
el sepulcro de doña Inés donde las flores se transforman en una apariencia, en
la que se ve en medio de resplandores, la sombra de DOÑA INÉS:
SOMBRA. Yo soy doña Inés, don Juan,
que
te oyó en su sepultura.
JUAN. ¿Conque vives?
SOMBRA. Para tí;
mas tengo mi purgatorio
en ese mármol mortuorio
que
labraron para mí.
Yo a Dios mi
alma ofrecí
en precio de
tu alma impura,
y Dios, al
ver la ternura
con que te
amaba mi afán,
me dijo:
"Espera a don Juan
en tu misma
sepultura.
Y pues
quieres ser tan fiel
a un amor de
Satanás,
con don Juan
te salvarás,
o te perderás
con él.
(Zorrilla,
Don Juan Tenorio, vv. 2992-3007)
Esta unión de destinos es fruto de un amor verdadero que
implica un estar ontológicamente con el otro, fiel al destino de éste, sea el
que sea, como señaló Ortega.
Dante, en La Divina
comedia (Infierno, Canto V), encuentra a una pareja de amantes en el
círculo del Infierno, destinado a pecadores carnales, Paolo y Francesca,
asesinados por el esposo de ésta, Giovanni di Malatesta, señor de Rímini, una
vez que descubre sus amores ilícitos. Sus almas, unidas para siempre, sufrirán
el mismo tormento. (Peña, Aniano, ibídem, pág. 188, n, 3007).
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