Amigos del Museo del Prado
Prometeo encadenado Pedro Pablo Rubens y Frans Snyders, Philadelphia Museum of Art
De
civitate Dei, de San Agustín, en el Occidente
cristiano, aparece por primera vez la idea de la THEOLOGÍA NATURALIS, donde el arzobispo de Hipona, tras atacar la
fe en los dioses (cinco primeros libros), expone en el sexto la doctrina
cristiana del Dios único, pretendiendo demostrar su concordancia con las ideas
de la filosofía griega.
Verner Jaeger (1971),
en su Teología de los primeros filósofos
griegos, afirmará que la teología cristiana es una doctrina que confirma
las verdades del pensamiento precristiano y pone de manifiesto las relaciones
positivas entre la nueva religión y la Antigüedad pagana.
Tal vez, y en su
desarrollo ya iremos viendo, uno de los objetivos esenciales, si no el
principal, de una posible investigación sería mostrar, en la medida de lo
posible, uno de los más evidentes empeños artísticos de la Humanidad: la
mitología arcaica y clásica griega en tres de sus derivas sustanciales: el
arte, la literatura y la filosofía, como fundamentos del pensamiento precristiano,
tan solo comparables a la religión
cristiana en teología, a la configuración de la Capilla Sixtina en pintura, a la aventura inenarrable del
descubrimiento de América por Cristóbal Colón en el arte de la navegación o, en
música, a la ópera épica El Anillo del
Nibelungo (El oro del Rhin, La
Valquiria, Sigfrido y El Ocaso de los Dioses), de R. Wagner, solo por poner
algunos ejemplos.
Sería Ludwing Feuerbach (1995), en La esencia del cristianismo, el que
persuade a Wagner de que no eran los dioses los que creaban los hombres sino
éstos a los dioses, afirmándoles o negándoles todas sus virtudes y defectos.
Siguiendo y
persiguiendo estos indicios, nos moveríamos por una parte de las sendas de la
tradición arcaica y clásica de los griegos, de la que emergen su mitología, su
arte, su filosofía y su literatura, y los infortunios de los hombres en sus
relaciones individuales con el Estado y la Comunidad a través de la tragedia
griega, lo que implica necesariamente mitología, filosofía, arte...
Jenofonte de Colofón
(570 a. C.), presocrático, ya había afirmado "los seres humanos se han
creado los dioses a su propia imagen", y Protágoras, "El hombre es la
medida de las cosas".
Aquellos filósofos
primitivos, quizás por primera vez, dijeron que los mitos no fueran el
resultado inequívoco más que de la imaginación creadora humana, configuraciones
de los hombres.
La recusación de la
trascendencia teológica de Wagner (El
anillo del nibelungo) es el resultado de su convicción de que solo el arte
da vida y vigencia a unos dioses y a un más allá tan vulnerables, frágiles y
confusos como los mismos seres humanos (Vargas Llosa, Mario, 2010).
En la mitología griega,
la filosofía, la literatura... se desencadenan las pasiones, las hazañas, los
crímenes y, a partir de ese pecado
original (Vargas Llosa, Mario, 2010), se precipitará a dioses, semidioses,
titanes, gigantes, humanos, padres, consortes y descendientes, griegos y
troyanos, en una orgía de violencia que terminará por destruirlos hundiéndolos
en el sendero de su exterminación y de su muerte, como sucede en la extinción
de la Casa de los Labdácidas o en las
desgracias que acaecen en la historia de los Atridas, los descendientes de
Atreo, rey de Micenas, linaje maldito por los dioses, nutrido por la sangre de
su hermano gemelo Tiestes, cuyo destino estuvo marcado por el asesinato, el
parricidio, el infanticidio y el incesto; solo Apolo rompió el ciclo de
violencia permitiendo que Orestes, el matricida, fuese juzgado en el tribunal
criminal de la ciudad de Atenas, el Areópago.
Incesto, matricidio,
parricidio, filicidio... no hay tabú que no sea violado ni excesos (raptos,
violaciones, sacrificios, apostasía, bacanales, traiciones, codicias...) que no
acontezcan en el panteón pagano griego. Se suceden continuamente las prácticas
mágicas y oráculos que fulminan la identidad de los individuos. Muchas veces
nos sobrecogen, otras, nos deslumbran al acercarnos a sus líricas o épicas
aventuras, en las que participan dioses, héroes y hombres, a menudo macabros y
tan feroces y horrendos que serían irresistible sin la belleza de sus textos,
como se puede observar en el fatum aciago de Edipo o en la muerte
injustificable de Antígona.
Este mundo mítico y
mágico, alejado de las experiencias vividas, se transforma en imágenes
plásticas y espectáculo dramático, a menudo sacralizado, una realidad otra (Eliade, Mircea, 1991), totalmente diferente o
como cosa "totalmente otra" y diferente, lo sagrado, que al manifestarse, se concreta y deja de ser
absoluto, como, por ejemplo, la Encarnación
del Hijo de Dios, en que Dios mismo se hace historia, Jesucristo, el Hijo del
Hombre. Es ahí donde radica el mysterium
tremendum, el gran misterio ininteligible de los místicos (Santa Teresa de
Jesús o San Juan de la Cruz).
Esa realidad otra,
configurada y creada por una imaginación visionaria y por una sensibilidad
desbordante y desbordada, plena de desmesura, engendrada por poetas, filósofos,
artistas o místicos, tan solo le queda el cauce, mítico y mágico, a veces
apocalíptico, del arte, en el que la tragedia se transforma en espectáculo
permitiendo que los seres humanos podamos contemplar las verdades ocultas sin
vivirlas de verdad, únicamente como fantasías o pesadillas de la imaginación
creadora.
Madrid,
16 de septiembre de 2014
A.
T. T.
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