CONCIENCIA
E IDENTIDAD (I)
Según del Diccionario de la Real
Academia[1],
en su primera acepción de conciencia[2]
dice: "la propiedad del espíritu humano de reconocerse en todos sus
atributos esenciales y en todas las modificaciones que experimenta".
En cambio, el mismo Diccionario de
la Real Academia, en su 23ª. edición, 2014, nos ofrece como definición de conciencia, también en su acepción
primera: "conocimiento del bien y
del mal que
permite a
la persona
enjuiciar moralmente
la realidad
y los
actos, especialmente
los propios",
significado que está implícitamente contenido en el primero y que aparece como
una consecuencia necesaria del mismo.
Ambos
aspectos están contenidos en el concepto que da Santo Tomás de la sindéresis: Synderesis dicitur pars intellectus nostri,
in quantum est habitus continens praecepta legis naturalis quae sunt prima
principia operum humanorum (Summa Theologica, I/II, Quaestio
94, artículo 1, ad 2.)[3]
Conciencia, pues y siguiendo a Santo Tomás,
es primero consciencia. Como apunta
Calvo Espiga, A., la conciencia es la
capacidad o facultad para percibir la propia identidad personal como radical libertad,
en lo que cada uno es similar y distinto de "lo otro" y de "los
otros" (vivencia de lo común y de lo singular), de sus posibilidades y de
sus límites, sintiéndose sujeto único al que han de referirse todos los
cambios, transformaciones y acciones, dando así unidad a la propia historia (de
lo que hace, de lo que le hacen y de lo que le acontece)[4]
La
conciencia es fuente de criterios para la valoración moral
de las conductas del sujeto, tanto hacia sí mismo como con respecto a "lo
otro" y a "los otros". Así el sujeto viene predeterminado por la
percepción no solo de su propia
identidad sino también de su propia historia:
de lo que se es, de lo que se puede ser y
de lo que se debe ser.
Llamazares continúa diciendo que
es esa percepción la que le dicta al sujeto lo que debe hacer o no hacer , lo
que es correcto o incorrecto, hasta alcanzar el máximo ideal de persona, al que
aspira todo ser humano en la sociedad histórica que le ha tocado vivir, con el
desarrollo libre de sus potencialidades, al tiempo que se hace consciente de
sus límites. La dignidad personal
radica, entonces, en la coherencia entre
convicciones de conciencia y conductas externas, entendida la dignidad como merecimiento
de respeto tanto a sí mismo como a los otros.
La
dignidad de la persona humana se
asienta sobre la conciencia y la libertad.
Y este es el punto de partida hacia el ideal utópico: la máxima realización
del libre desarrollo de la personalidad singular. Las normas morales son los
principios ideales de las conductas; en el ideal de persona de cada sociedad,
de cada momento histórico, es la fuente de la moral y de esa fuente se
alimentan las dos máximas kantianas: no
utilizar nunca a la persona como un fin, porque la persona humana es un fin en
sí misma, y obrar de tal modo que puedas
siempre querer que la máxima de tu
acción sea una ley universal.
La
percepción que tiene el sujeto de sí
mismo como yo referencial de cuando hace, de cuanto le hacen y de cuanto le
sucede se fundamenta en tres evidencias:
1ª.
Se siente distinto de lo demás (mundo
animal, vegetal o mineral), dado que su respuesta no es un simple estímulo-respuesta, si no que analiza
como posibles varias alternativas y se hace sabedor, además, que cada nueva
elección es irreversible y pone límites a sus futuras elecciones;
2ª.
Descubre la corporeidad como una de las partes de su mismidad siendo el cuerpo
el instrumento de expresión y realización de sus vivencias (convicciones)
internas;
3ª.
Se siente a gusto consigo mismo en la medida en que dice lo que cree y actúa según
a sus creencias y con lo que dice, haciendo de la coherencia su norma de
conducta (ética autónoma).
A priori, esa percepción es un fenómeno
interno que no se rige por el Derecho. Sin embargo deja de ser no controlable cuando
se exterioriza. La misma expresión de esa percepción es jurídicamente
relevante, de tal modo que la coherencia e incoherencia entre convicción
interna y conducta externa es jurídicamente controlable.
Por
otro lado, la norma de conciencia puede convertirse en norma jurídica
reguladora de la convivencia en el instante mismo en que cada sujeto reconoce
capacidad autonormativa en las otras personas, de acuerdo con el imperativo
categórico de la ética kantiana, no dependiente de ninguna religión ni
ideología.
A.T.T.
[1]. Rae, 21º. ed.,
Espasa Calpe, Madrid, 1994
[3] . Citado por Llamazares Fernández, D., Derecho de la Libertad de conciencia I,
pág. 16, n. 4, Pamplona, Thomson
Reuters, 2011.
[4] . "Conciencia y Estado de
Derecho", en Laicidad y Libertades.
Escritos Jurídicos, núm. 1, 2002; cit. por Llamazares Fernández, D.,
ibídem, pág. 15, n. 2.
No hay comentarios:
Publicar un comentario