El sueño de la razón produce monstruos

domingo, 8 de julio de 2012

La obra de Baltasar Gracián, el último barroco (II)




El Político
 don Fernando el Católico (1640)

            Sale en Zaragoza, por Diego Domer, 1640, firmado por Lorenzo Gracián y con dedicatoria Al Excmo. Señor Don Francisco María Carafa, Castrioto, y Gonzaga, Duque de Nochera, Príncipe de Sicilia, […],Caballero de la Orden del Tusón de Oro, Lugarteniente, y Capitán General en los Reynos de Aragón y Navarra.
            De menor tamaño que El Héroe, constituye una especie de discurso que se inserta en la tradición literaria clásica de alabanzas y encomios, de panegíricos a personajes inmortales.
             Sin embargo, El Político no hace historia de la vida y hazañas del rey Fernando el Católico, al que Gracián admiró profundamente, sino el análisis de sus aciertos políticos, como el haber sabido aunar voluntades y unificar los reinos españoles. Partiendo de lo particular, cualidades y virtudes de su modelo, remonta el vuelo hacia las más trascendentales cuestiones del Ars gubernandi y construye un verdadero tratado de filosofía política.
            La crítica ha percibido la gran influencia del discurso El Panegírico de Trajano (Panegyricus Traiani), en honor del emperador Trajano, del abogado y escritor Plinio el Joven (Como, Italia, 61- Bitinia, h. 113). Lo que pudiera parecer un simple panegírico del rey Católico es, en realidad, un compendio sobre la perfección política a la española.
            En El Político se ve claramente la intención moral y didáctica que caracteriza sus obras. El contraste implícito entre la monarquía excelsa en la personalidad de Fernando el Católico y la crepuscular de Felipe IV y, sobre todo, de su corte, va marcando el camino para de regeneración española de aquel momento histórico. Veamos el texto con que principia:
       Opongo un rey a todos los pasados, propongo un rey a todos los venideros: don Fernando el Católico, aquel gran maestro del arte de reinar, el oráculo mayor de la razón de Estado.

            Con sus encomios y firmes alabanzas al gran rey, recoge las normas de conducta política, que servían de contraste y sobre todo de ejemplo, para la corte corrupta de Felipe IV, en plena decadencia de la Monarquía Hispánica del siglo XVII.

            Quevedo ya había escrito su Epístola satírica y censoria contra las costumbres presentes de los castellanos, escrita a don Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, en su valimiento (1625) con la clara intención de ganarse su aprecio y volver a la política activa

No he de callar por más que con el dedo
Ya tocando la boca, ya la frente,
Silencio avises o amenaces miedo.
¿No ha de haber un espíritu valiente?
¿Siempre se ha de sentir lo que se dice?
¿Nunca se ha de decir lo que se siente?

Y el soneto, de marcado tono reflexivo y pesimista, que está incluido en el poemario que alude al presocrático griego Heráclito, conocido en la antigüedad como el “Oscuro”, o el  “Filósofo que lloraba”, a causa de su legendario humor pesimista; aunque el soneto se ha interpretado de muy distintas maneras como el paso del tiempo y la muerte, se vincula preferentemente con su carga política: etapas de crisis y derrotas sociales, económicas y políticas de la historia de la España del siglo XVII. Gracián conocía bien todo esto:


SALMO XVII[1]

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

            Salíme al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
y del monte quejosos los ganados,
que con sombras hurtó su luz al día.

            Entré en mi casa: vi que amancillada,
de anciana habitación era despojos;
mi báculo, más corvo y menos fuerte;

vencida de la edad sentí mi espada.
Y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte[2].

                                                                                              A.T.T.


[1] El soneto de Francisco de Quevedo Miré los muros de la patria mía... pertenece, junto con otros 27 poemas, a una colección titulada: Heráclito cristiano y segunda arpa a imitación de David (en adelante, Heráclito), fechada por el mismo poeta en la Torre de Juan Abad en el año de 1613. El poema apareció por primera vez impreso cuando su autor llevaba tres años muerto. Se editó en Madrid y corrió a cargo de su amigo Joseph Antonio González de Salas, quien lo incluyó, en 1648, en el Parnasso español, monte en dos cumbres dividido, con las nueve musas castellanas.

[2]. Según Francisco Rico, recuerda a Ovidio, Tristes, I, XI, 23: Quocumque adspicio, nihil est, nisi mortis imago.

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