Adorno
y Horkheimer, desde el campo de la Sociología, se ocupan de los Medios de
Comunicación de Masas y de las Industrias de la Cultura. Los dos investigadores
pertenecen a la llamada Primera
Generación de la Escuela de Frankfurt; la segunda está representada por Habermas. Desde el Centro de
Investigación de la Cultura de Masas, en el Instituto de Investigación social
de Frankfurt, en el que trabajaban muchos judíos, con la llegada del Hitler y
los nazis al poder se tienen que dispersar, reuniéndose posteriormente en el
exilio. Muchos de aquellos investigadores provienen de la crítica literaria.
Adorno y Horkheimer comienzan sus
investigaciones en EE.UU., con un concepto muy elitista de la cultura y con la
vista puesta en la mejora de la sociedad. Los dos surayarán muy especialmente
su crítica a la hegemonía cultural y política de EE.UU., quienes, desde un
contexto sociológico y cultural europeos, se ven inmersos en un país
completamente nuevo y con una sociedad de consumo muy distinta de la que ellos
esperaban.
Su teoría crítica buscará una
reorganización racional de la sociedad, y ofrecerán una visión alternativa a
las Mass Communication Research
(“Investigación y Comunicación de Masas”). Los padres de la Teoría General de
la Comunicación eran entonces: Lazarsfeld, Hovland, Lewin, Lasswell, entre
otros. Adorno, al llegar a EE.UU. trabajará con Lazarsfeld, aunque el mismo
Adorno reconocerá que se trata de dos proyectos divergentes (el de la Escuela
de Frankfurt y el de los padres de la Teoría General de la Comunicación) con
intereses y metodologías también muy distintas.
Estos investigadores realizarán la
primera aproximación marxista al estudio de la Comunicación de Masas, siempre
condicionados por el contexto histórico y social. Entienden la sociedad como un
todo, por ello estudiar la Comunicación supone estudiar las fuerzas sociales
que la determinan. Reciben influencias de Marx, Freud y Weber. Defenderán que
los Medios de Comunicación serán los transmisores de la ideología dominante,
puesto que vienen legitimados por un orden desigual; al tiempo que se ocupan de
los fines del Sistema Comunicativo Comercial y Privado y por quienes lo
controlan: la cultura de masas y la racionalidad técnica. Con Marx estarán de
acuerdo cuando afirma que “las ideas de la clase dominante son en todas las
épocas las ideas dominantes”, y el hecho de que la clase que dispone de los
Medios de Producción Material es también la que controla las ideas rectoras de
su época. La cultura de masas es la que se produce en el Capitalismo destinada
a las masas; Adorno y Horkheimer usarán el término La Industria Cultural, señalando que la ilustración que propugna es
el engaño de las masas. Hablarán, pues, de la Dialéctica del Iluminismo: “La industria cultural: ilustración como
engaño de las masas”. El factor económico será muy tenido en cuenta en sus
análisis e investigaciones.
Las industrias de la cultura: ilustración
como engaño de las masas
Bajo los monopolios, toda cultura de
masas es idéntica. Los directivos ya no tratan de disimular el monopolio sino
en obtener más poder; un poder agresivo, violento. El urbanismo de los
regímenes autoritarios es similar al de los países de capitalismo democrático:
centros de poder, empresas transnacionales, multinacionales… todo eso son
planificaciones del nuevo sistema empresarial; en ellos radica el poder
absoluto del capitalismo, ante el cual, el individuo, aparentemente
independiente, queda prosternado y le hacen aún más servil. Los habitantes,
como productores y consumidores, son atraídos a esos centros urbanos en busca
de trabajo y placer. Así surgen conjuntos urbanos bien organizados y
uniformados en los que se unen lo microcósmico con lo macrocósmico, las nuevas
y frágiles estructuras de edificación, que pronto serán desechadas como latas
de sardinas, para las ferias mundiales. Ya no será necesario que el cine y la
radio busquen objetivos estéticos; son sólo negocios y esa es la base de su
ideología, la que justifica la morralla que producen intencionadamente, deliberadamente.
Ahora se llaman Industrias. El sueldo de los directivos así lo demuestran;
constituyen la Industria Cultural por el uso de la tecnología; sus normas se
basan en las necesidades de los consumidores, surgiendo así el ciclo de
manipulación y de provocación de necesidades con las que la unidad del sistema
se fortalece cada día más. Dominio, pues, de la tecnología sobre la sociedad;
este objetivo se oculta: la racionalización de la tecnología será la
racionalización de la dominación social; ahí radica su fuerza coercitiva. Los
elementos de consumo: automóviles, películas, programas de TV… funcionan como
elementos de cohesión del sistema, que tratará de nivelar, de igualar, es
decir, consumir los mismos productos. Así nace la Tecnología de la Industria
Cultural y con ella se logran dos objetivos: la normalización y la producción
en cadena, y con ellos se sacrifica la creatividad individual y la del sistema
social. La función de la Tecnología de la Industria Cultural consiste en la
manipulación de la conciencia individual; los monopolios ya no tienen que hacer
frente al poder de los estados. La espontaneidad del público se corta y se
absorbe por la radiodifusión oficial: buscadores de talento, concursos
radiofónicos y programas oficiales; el poder del estado niega la libertad a las
radioemisiones privadas. El público favorece el sistema de la industria
cultural; es una parte del sistema: mecanismo económico de la selección.
La industria cultural, en conjunto, ha
modelado a los hombre en varios tipos, que se reproducen fielmente en los
productos respectivos. El estilo de la industria cultural es la negación del
estilo. La conciliación de lo general y lo particular es fútil porque ha dejado
de existir la tensión entre polos opuestos. Todo es idéntico; lo general puede
reemplazarse por lo particular, y viceversa. La Industria Cultural sigue siendo
el negocio del espectáculo. Su ideología es el negocio. El poder de la
industria cultural reside en su identificación con una necesidad prefabricada
En la organización capitalista, la
diversión es la prolongación del trabajo; el solaz se procura como evasión del
proceso mecanizado del trabajo, con el fin de restaurar las fuerzas y así poder
afrontarlo nuevamente. Pero, al mismo tiempo, la mecanización ejerce tal poder
sobre el ocio y la felicidad del trabajador, y determina tan profundamente la
elaboración de productos de pasatiempo, que irremediablemente las experiencias
de ese hombre son imágenes consecutivas de la propia mecánica del trabajo.
Lo que late en el interior de la
organización capitalista es la sucesión automática de operaciones normalizadas.
Sólo es posible evadirse de lo que ocurre en el trabajo, en la fábrica o en la
oficina por aproximación a aquello mismo que ocurre en los ratos de ocio. Toda
diversión está tocada de ese mal incurable. El placer degenera en aburrimiento
porque no requiere ningún esfuerzo al discurrir inflexiblemente por los manidos
cauces de la misma mecánica del trabajo. No puede esperarse del espectador un
pensamiento independiente: el producto determina todas y cada una de las
reacciones al evitar cuidadosamente cualquier reacción lógica que exija
esfuerzo mental. En lo posible, el desenvolvimiento del argumento debe ir
concatenado con la situación precedente y nunca con la idea general del
conjunto. Pasar de la calle al interior de un cine no significa ya entrar en un
mundo de ensueño. Es el refugio del ama de casa donde puede sentarse sin ser
vista o de los parados de las grandes ciudades en donde encuentran frescura en
el verano y calor en invierno (locales climatizados). Por otra parte, el cine,
como envanecido aparato de placer no aporta ninguna dignidad a los seres
humanos.
Forma parte del sistema económico
capitalista la idea de “explotar al cien por cien” los recursos técnicos y los
medios populares de consumo estético, al tiempo que se niega a explotar otros
recursos para desterrar al hombre del mundo. La industria cultural defrauda
inexorablemente a sus consumidores de lo que constantemente les promete. Sus
promesas son ilusorias. La industria cultural no sublima, reprime: exhibiendo
reiteradamente los objetos de deseo (nos pechos femeninos ceñidos en un suéter
o el torso desnudo del atlético héroe), no hace sino estimular el placer
anticipado, no sublimado que la continencia habitual ha reducido, desde hace
mucho, a un remedio masoquista. No hay situación erótica que, mientras insinúa
y excita, deje de decir inequívocamente que no se debe llevar las cosas a tal
extremo.
Las obras de arte son ascéticas y
desvergonzadas; la industria cultural es pornográfica y pudibunda, pues se
limita a confirmar el ritual de Tántalo[1].
El amor es degradado al nivel de la aventura galante, y así puede llegar hasta
el libertinaje, como especialidad con la que se puede comerciar. La producción
a gran escala de materia sexual llega al extremo de su represión.
La reproducción mecánica de la belleza, a
la que el fanatismo cultural reaccionario sirve con tesón, no da cabida a la
idolatría inconsciente que fue en otro tiempo consustancial a la belleza. El
triunfo sobre la belleza es celebrado con la alegría del mal ajeno que toda privación
consumada provoca. Brota la risa porque no hay ningún motivo para reír. La risa
es el eco del poder, entendido como algo insoslayable. El jolgorio es un baño
medicinal. La industria del placer no deja nunca de prescribirlo, y convierte
la risa en instrumento del fraude a la felicidad que practica. En los momentos
de felicidad no hay risa; sólo las operetas y el cine representan lo sexual con
sonoras carcajadas. El goce es austero: res
severa verum gaudium (“Seria es realmente la alegría verdadera”).
En la industria cultural, la negación
jovial reemplaza el dolor que se encuentra en el éxtasis y en el ascetismo. La
ley suprema ordena que nadie satisfaga sus deseos, cueste lo que cueste; todos
deben reír y contentarse con la risa. En cada producto cultural, la negación
permanente impuesta por la civilización es una vez más demostrada
inequívocamente e infligida a sus víctimas. Ofrecerles algo y privarles de ello
es todo uno. Así ocurre en los films eróticos.
Es inherente al sistema de la industria
cultural no dejar solo al cliente, de no permitirle pensar que la resistencia
es posible. Uno de sus principios ordena que se muestren al cliente todas sus
necesidades como susceptibles de satisfacción, pero que esas necesidades estén
predeterminadas de tal modo que tenga la impresión de ser el eterno consumidor,
el objeto de la industria cultural. No sólo le hace creer que el engaño es
satisfactorio, sino que siempre debe aceptar lo que se le ofrece. Así, el
negocio del placer promueve la resignación que debería ayudar a olvidar.
La fusión de cultura y pasatiempo que se
está produciendo hoy no sólo conduce a una depravación de la cultura, sino
inevitablemente a una intelectualización de la diversión. Evidencia esto el
hecho de que sólo aparece la copia: en el cine, la fotografía; en la radio, la
grabación. La diversión en sí se convierte en un ideal, reemplazando las cosas
superiores de las se priva completamente a las masas al repetirse de una manera
aun más estereotipada que los lemas publicitarios pagados por las agencias.
Cuanto más sólidas se vuelven las
posiciones de la Industria Cultural, mejor se puede comerciar con las
necesidades del consumidor, produciéndolas, controlándolas, disciplinándolas y
hasta retirando la diversión. Esta tendencia es consustancial al concepto mismo
de diversión burgués. Si la necesidad de divertirse fue creada en buena medida
por la industria, que utilizaba el tema como medio de recomendar el producto a
las masas, toda diversión siempre revela la influencia del negocio, las ventas,
el beneficio. Así ser complacido significa decir “sí”. Esto es posible solo
merced a un aislamiento de la totalidad del proceso social. Placer significa no
pensar en nada y olvidarse del sufrimiento aunque este se ponga de manifiesto.
Este producto de diversión que la industria cultural ofrece es esencialmente
indefensión, evasión, y no, como se afirma, evasión de la realidad funesta,
sino del último residuo de la idea de resistencia. La liberación que el
pasatiempo promete es libertad de pensamiento y de negación. Cuando se lanza la
pregunta retórica, ¿qué necesita la gente?, el descaro es mayúsculo, pues va
dirigida a las mismas personas a las que deliberadamente se va a privar de su
individualidad. Aunque el público se rebele excepcionalmente contra la
industria del placer, lo único que podrá hacer será mantener una frágil
resistencia, la misma que la industria le ha inculcado. Sin embargo, Adorno y
Horkheimer reconocen que resulta difícil mantener a la gente en ese estado,
pues el grado de estupidez al que se pretende reducir a la gente no es superior
al de su inteligencia.
En la era de la estadística, las masas
son demasiado perspicaces como para identificarse con el millonario de la
pantalla, y demasiado necias como no hacer caso de la ley del número máximo. La
ideología se oculta en el cálculo de probabilidades; solo tendrá suerte el que
saque el boleto ganador, o aquel que sea elegido por un poder superior, generalmente
por la misma industria del placer, a la que se representa constantemente en
busca de la caza de talentos. Las personas seleccionadas por los buscadores de
talento, serán popularizadas a gran escala por el estudio de tipos ideales del
nuevo término medio dependiente. Es evidente que la estrella joven simboliza a
la mecanógrafa de modo que el esplendido traje de noche parezca apropiado para
la actriz como distinta a la muchacha real. Las jóvenes espectadoras tienen la
sensación de que podrían aparecer en la pantalla, al tiempo que advierten del
gran abismo que las separa de ésta. Sólo una chica puede ganar, solo un hombre
puede ser el afortunado, y si, desde el punto de vista matemático, todos tienen
la misma probabilidad, esa es tan pequeña que la persona aspirante hará mejor
en darlo por perdido y alegrarse con el ganador.
Cada vez que la industria cultural
formula una invitación a la inocente identificación con un personaje, se
desmiente de inmediato. Nadie puede evadirse nunca más de su propia personalidad.
[1]. Tántalo,
en la mitología griega, rey de Lidia e hijo de Zeus. Los dioses honraron
aTántalo más que a ningún otro mortal. Él comió a su mesa en el Olimpo, y en
una ocasión fueron a cenar en su palacio. Para probar su omnisciencia, Tántalo
mató a su único hijo, Pélope, lo coció en un caldero y lo sirvió en el
banquete. Los dioses, sin embargo, se dieron cuenta de la naturaleza del
alimento y no lo probaron. Devolvieron la vida a Pélope y decidieron un castigo
terrible para Tántalo. Lo colgaron para siempre de un árbol en el Tártaro y fue
condenado a sufrir sed y hambre angustiosas. Bajo él había un estanque de agua
pero, cuando se detenía a beber, el estanque quedaba fuera de su alcance. El
árbol estaba cargado de peras, manzanas, higos, aceitunas maduras y granadas,
pero cuando estaba cerca de las frutas el viento apartaba a las ramas.
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