"El binomio Muerte
y Vida constituye uno de los ejes de la cultura mexicana, ese espacio pendular
de explosiones dicotómicas, expuesto y dispuesto en gestos y palabras que
habitan las insinuaciones de cada silencio y de cada punto suspensivo. En ese
texto y en ese contexto de mezcla, de subversiones y de extrañamientos, de
vacíos abismales y de voces que tantean el mundo, está construida una de las
más hermosas y desconcertantes narrativas del siglo XX: Pedro Páramo, de Juan Rulfo.
Escuchar, leer y ver a Rulfo parece
darnos la sensación de que su voz retumba desde Comala, ciudad de su única
novela, ciudad purgatorio donde los muertos deshabitan un presente sin
esperanzas, sin cambios, sin futuro. Ciudad de ánimas en pena que tiene los
ojos puestos en las nucas, rumiando un pasado que tendrá siempre el mismo gusto
y el mismo disgusto. Ciudad para la cual los muertos vuelven en búsqueda de sus
cobijas para calentar la vida que la muerte armó en el infierno al que están
condenados. Ciudad de espectros que platican entre ellos y de monólogos que
repiten y gastan las pequeñas soledades de vidas en desamparo, desgarradas para
siempre de sí mismas. [...]"
Imagen popular de la Santísima. México
"En una charla con estudiantes,
Juan Rulfo dice que para el mexicano la relación sagrado-profana ante la muerte
intensifica y recrea su trato con la vida y con los vivos. Pero que a los
muertos, en la semana del día 2 de noviembre, no queda más que la
desesperación, pues perdieron la paz de sus pláticas compartidas entre tumbas:
“Debe ser muy interesante vivir dentro de un cementerio y poder platicar con
los muertos, deben tener cosas muy importantes que decir (...) y me imagino que
los muertos no están solos. Los que los interrumpen son los que van a
visitarlos el Día de Muertos, precisamente, con música y mariachis y a
llevarles flores y ofrendas y pulque y comida. Entonces es cuando ellos se
sienten más a disgusto. Pero en cambio, cuando están solos, platican muy a
gusto entre ellos...”.
Esa relación establecida entre Muerte y
Vida / Voz y Silencio reviste a Pedro Páramo de un cierto aire de inquietud que
debe suscitar algunos cuestionamientos, pues como dijo el escritor Carlos
Fuentes: “Con Rulfo siempre hay que estar alerta y preguntar...”. En una Comala
católica hasta los huesos —y también después de ellos—, donde todos morían en
pecado y, por eso, volvían todos para expiar sus faltas, las oraciones y el
hecho de narrar eran la única manera de dar a las ánimas un aliento de
salvación. Y más: son ellas las que definen la frontera entre vivos y muertos;
son ellas las que hacen recordar a los muertos su condición de muertos, pues
una vez perdonados encuentran la paz que les permite dejar de vagar por el
mundo de los vivos para habitar, de forma definitiva y tranquilizadora (para
los vivos) la espacialidad de la Muerte.
Pero el infierno de Comala reside sobre
todo en el hecho de que ya no hay vivos que recen por los muertos y la única
persona investida de poderes para perdonar a ese poblado, el padre Rentería, es
uno de sus más aplicados pecadores. Corrupto y ganancioso, entrega el perdón
por dinero y por él condena a las ánimas a quedarse eternamente sin salvación.
No puede ayudar a su comunidad con el perdón de la gracia divina, pues él es
apenas uno más destinado a deambular en ese purgatorio repleto de ánimas
entregadas a expiar sus pecados. Un purgatorio que, al revés de lo que pregona
el catolicismo, es definitivo. Y esa es
la gran condena impuesta a esos habitantes: tener la esperanza de salir de ese lugar
después de que cumplieran sus penas,
vivir de esa esperanza, estando condenados a jamás verla realizarse.
Es precisamente en ese punto donde
reside una de las innúmeras maestrías rulfianas:
los personajes sólo ganan la posibilidad de salir de sus purgatorios individuales y colectivos por medio del
discurso narrativo, pues contar una historia es, en esencia, una manera de
oración.
Los muertos se encuentran incapacitados
de abogar en causa propia y se convierten en dependientes eternos de las
oraciones y misas encomendadas a los
vivos, con la finalidad de que Dios revea y minimice sus purgatorios. En palabras de Fabienne Bradu, “...
para los ‘habitantes’ de Comala Dios
está lejos o está sordo, pero es inalcanzable (...) en el supuesto caso de que
la existencia de Dios no sea engaño” (1989: 39).
En espera de la justicia divina, las
ánimas siguen vagando por la ciudad, dividiendo
y compartiendo el mismo espacio y la misma temporalidad de los vivos. Sin embargo, si pensamos en la justicia
divina como algo ecuánime, percibimos
una realidad mucho más difícil de soportar, una verdadera paradoja teológica trabajada en las entrelíneas de esta
novela: la justicia de la religión católica
es esencialmente injusta, precisamente porque contempla a todos de igual manera. Independiente de cuáles y
cuántos fuesen los pecados cometidos, Dios perdona a todos indistintamente. Ese
es el dilema: si Dios es misericordioso,
Dios es injusto. Por eso los habitantes de Comala desconfían de Dios y de su poder de discernimiento.
En el complejo culto del mexicano a la
muerte, las oraciones (y las ofrendas) ocupan un papel central. Volver para
visitar a los vivos es un hecho esperado
por todos: los preparativos que involucran toda la comunidad (de lo público a
lo privado) en la expectativa del retorno de sus muertos en la primera semana de noviembre son grandiosos y dan
cuenta de esa importancia. Sin embargo,
al fin de las festividades, los muertos deben retornar a su mundo: muchos de los habitantes los acompañan al
cementerio para tener la seguridad de
que real y definitivamente se van. Quedarse con los vivos representa compartir un mundo y de un lenguaje que ya no
les pertenecen, y concretiza la locura de lo indiscernible. [...]"
Carvalho da Silva, S. Andrea Muerte y religiosidad en Pedro Páramo; en
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