El cristianismo entra
en la Historia de la Humanidad como una religión revelada cuya esencia es la fe
en Jesucristo, el Mesías esperado, el Hijo de Dios, el que da a los hombres la
certidumbre del Padre y de su voluntad salvadora, que además les descubre su
propia verdad y su destino.
Aparentemente tiene poco que ver con las indagaciones
racionales de la Filosofía. Su fin primordial es suscitar en los creyentes una
vida santa, a imitación de Dios, amén de tener vocación universal. Cristo es la
Buena Nueva, el Verbo humanizado (San
Juan de la Cruz), que hay que anunciar a todos los hombres para su salvación.
Según el evangelista Marcos, las últimas palabras de
Cristo resucitado: "Id por el mundo entero propagando la buena
Noticia" son el mandato expreso de evangelizar; "el que crea y se
bautice se salvará; el que se niegue a creer se condenará" (Mc. 16, 15-17).
También relata el mismo Marcos que los apóstoles y los discípulos pregonaron el
Evangelio por todas partes con el impulso de Jesús resucitado. El mensaje de
salvación se dirige a toda la Humanidad, a todos los pueblos y, en primer
lugar, al pueblo judío, comenzando por Jerusalén, pues los primeros apóstoles y
los primeros discípulos eran todos judíos y Jesús se presenta como el Mesías
esperado, cumplimiento y plenitud de la Ley y los Profetas. El pueblo judío, el
pueblo de la Alianza, está capacitado para entender y aceptar el nuevo mensaje
pues entronca directamente con su tradición cultural y religiosa.
Sin embargo, a pesar de que el Evangelio no implicaba una
ruptura con la Antigua Alianza y los profetas el pueblo judío no reconoce a Jesús
de Nazaret como el Mesías esperado; su suplicio en la cruz por los romanos
constituyó un gran escándalo para ellos (1 Cor. 1, 23-24). Es entonces cuando
los apóstoles y los discípulos se vuelven a los judíos de la diáspora y hacia
los gentiles. Pedro comprende pronto que "Dios no hace distinciones, sino
que acepta al que es fiel y obra rectamente, sea de la nación que sea" (Hch.
10, 34-36).
Por otro lado, la conversión de Pablo es clave para
anunciar el Evangelio a los gentiles (Hch. 15, 7-8; 22, 21; Gál. 1, 15-17; 2,
7-8). Con Pablo se hace plena el llamamiento universal del cristianismo. Con
Cristo resucitado, Señor y salvador, se rompen todas las fronteras étnicas,
desaparecen las diferencias y se constituye un nuevo pueblo: "Ya no hay ni judío, ni griego, ni siervo ni
libre, ni varón ni hembra, dado que todos vosotros hacéis uno con Cristo Jesús
(Gál. 3, 28-29; Rom. 10, 12-13; Ef. 2, 16).
Con todo, evangelizar a los gentiles no es fácil. Falta
algo común para que los gentiles comprendieran el mensaje evangélico. El
cristianismo se enfrenta a una cultura extraña, cuya religiosidad se manifiesta
en una gran variedad de dioses. Jesucristo era el Mesías esperado, pero ¿qué
esperaban las religiones greco-latina? Cristo, para los cristianos, era la
respuesta a una aspiración universal de la humanidad y por esto debe ser
anunciado a todos. Y esta idea cristiana les obliga a acercarse al hombre
clásico y sus cosmovisiones con la actitud de descubrir en ellas los
interrogantes a los que respondía "el nombre de de Jesucristo".
Seguiré en el próximo artículo...
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