Los padres de la iglesia descubren
un nueva hermenéutica capaz de encontrar en el mundo grecolatino
"indicios", "anticipaciones" y "profecías" de
Cristo.
Pablo, en su discurso en el Areópago
de Atenas, dijo:
"Atenienses, en cada detalle
observo que sois en todo extremadamente religiosos. Porque paseándome por ahí y
fijándome en vuestros monumentos sagrados, encontré incluso un altar con esta
inscripción: Al Dios desconocido. Pues eso que veneráis sin conocerlo, os lo
anuncio yo: el Dios que hizo el mundo y todo lo que contiene, ése es el Señor
del Cielo y la Tierra, no habita en templos construidos por hombres, ni lo
sirven manos humanas como si necesitara de alguien, él que a todos da la vida y
el aliento y todo. [...] Sí, estirpe suya somos. Por tanto, si somos estirpe de
Dios, no podemos pensar que la divinidad se parezca a oro, plata o piedra,
esculpidos por la destreza y la fantasía de un hombre. [...] Dios, pasando por
alto aquellos tiempos de ignorancia, manda ahora a todos los hombres en todas
partes que se arrepientan; porque tiene señalado un día en que juzgará el
universo con justicia, por medio del hombre que ha designado, y ha dado
garantía de esto a todos resucitándolo de entre los muertos."
Al escuchar "resurrección de los muertos", unos
se reían y otros dijeron de esto ya hablaremos en otra ocasión.
Pablo, pues, trata de vincular el mensaje cristiano con
las ideas de los paganos, hasta presentar la Buena Nueva como un
perfeccionamiento y cumplimiento del helenismo. Ha visto que detrás de la
multitud de altares y de dioses, se esconde un hombre religioso. Solo él ha
sabido interpretar la frase "Al Dios desconocido" como un anhelo
latente en el corazón del hombre a "algo otro". Percibe con claridad
ese difuminado entre la profundidad religiosa del griego y las configuraciones
sensoriales de su religión y sus dioses.
Este será el punto de partida de Pablo en sus mensajes:
"Eso que veneráis sin conocerlo, os lo anuncio yo", les insistirá.
Todo el discurso de Pablo rezuma una doctrina que emplea categorías propias de
sus oyentes: estoicos, neoplatónicos, e incluso epicúreos podrían asumir
algunas de sus afirmaciones, llegando a citar unos versos del poeta griego Arato
de Soli (310-240 a. C.) para reafirmar la idea de que somos de linaje divino.
Sin embargo Pablo, a partir de esos conceptos comunes,
emplea claramente lo novedoso de su concepción: introduce la idea de la
creación, extraña a la cultura griega; critica duramente los ídolos según la
tradición bíblica, y les habla de la conversión y del Juicio Final por medio de
Jesucristo en su Segunda Venida a la Tierra -la Parusía-, al final de los
tiempos en que se manifieste gloriosamente. El retorno glorioso de Cristo, el Hijo
de Dios, cuya garantía es haber resucitado de entre los muertos, aparece en la
antiquísima expresión del Credo, símbolo de la fe cristiana, que anuncia
"y de nuevo vendrá con gloria...".
La búsqueda de un terreno intelectual común no hace que
Pablo diluya el Evangelio en las distintas cosmovisiones de sus oyentes. Jamás
intenta "racionalizar" su doctrina mostrando, por ejemplo, que la
resurrección no es un símbolo de la pervivencia de Jesús en su obra y en sus
discípulos. Nunca Pablo desvirtúa "los hechos salvíficos". La cruz y
la resurrección no se demuestran subrayando con ello que el cristianismo no es
un paradigma más de la vida intelectual o racional, sino una fe en un hecho
histórico: la muerte y resurrección salvadoras -redentoras- de Cristo y su
significado universal.
Estos planteamientos de Pablo no le apartarán muchos
éxitos, pero su discurso se hizo modelo de su aproximación a la cultura griega.
Luego sería imitado por la mayoría de los primeros pensadores cristianos.
Después Pablo reconocerá que "los griegos buscan saber" y que lo que
él les predica es un Mesías crucificado,
lo que para muchos paganos no deja de ser una locura (1 Cor. 1, 23). Con todo,
Pablo está plenamente convencido de que puede hacerles comprender que "la
locura de Dios es más sabia que los hombres".
El otro texto de acercamiento al pensamiento pagano nos
lo encontramos en el prólogo al Evangelio de San Juan. Pero este asunto lo
aplazamos para el último artículo.
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