Alberto Durero (1498), Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Grabado
EL
MUNDO COMO TEATRO
Este es uno de los grandiosos tópicos
del Barroco que Calderón de la Barca llevó al punto más alto de su teatro.
Calderón hace un uso magistral del
símbolo y de la alegoría como instrumentos para comunicar fácilmente determinados
contenidos y para plantear problemas universales de la existencia humana.
Serán muchos los personajes
calderonianos en los que cohabita la fe y el espíritu crítico, la credulidad y
el escepticismo, siendo así que una de las notas esenciales de las obras de
Calderón es el enfrentamiento irreductible de contrarios: el determinismo y el
libre albedrío; el caos del mundo (telón de fondo del XVII, el Barroco:
guerras, pestes, hambrunas y miseria, muerte) y la providencia divina; la vida
como esperanza y la existencia como castigo…
Muchos personajes calderonianos son
seres lanzados a un mundo ignoto, inexplicable y que aparecen aplastados por un
destino contra el que luchan y se rebelan; viven al borde del nihilismo. Y
cuando están a punto de caer en la nada, al reconocer la incapacidad de
explicar el mundo por la razón, el orden del mundo se justifica recurriendo a
la existencia de un ser superior. La razón servirá solo para juzgar problemas
de conciencia, cuya complejidad maneja Calderón con gran maestría, en sus dramas
trágicos y, especialmente, en los autos sacramentales como El gran Teatro del Mundo.
La
imagen del gran teatro del mundo
quiere significar mucho: a) el carácter transitorio del papel asignada a cada
uno que sólo se disfruta o se sufre durante una representación; b) su rotación
en el reparto, de modo que lo que hoy es uno mañana lo será otro; c) la condición
de apariencia, nunca de sustancia, con lo que aquello que se aparenta ser –sobre
todo para los estamentos inferiores- no afectan a la esencia de la persona,
sino que queda en la apariencia, en flagrante contradicción con el ser y el
valer profundos de cada uno (Maravall, J. A., La cultura del Barroco, 2008: 320 y ss.)
Todas estas implicaturas del tópico del
gran teatro del mundo se transforman
en el arma más eficaz para defender el inmovilismo. No hay que luchar
violentamente, ni protestar, ni desesperar por la suerte que a cada uno le haya
caído en suerte porque en el plano de la ficción dramática, similar a la del
mundo, tan fugaz una como la otra, los cambios están asegurados, vendrán solos.
Este doble juego del simbolismo barroco
que, a la vez, desvaloriza el mundo, sus pompas, sus riquezas, su poderío y
tiranía autoritaria, permitirá a sus usufructuarios a no desprenderse de sus
privilegios y a defenderlos a sangre, fuego y espada.
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