Las letras españolas del Siglo de Oro aportan abundantes ideas para la reflexión filosófica, desde San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús y Cervantes, en su Don Quijote de La Mancha, hasta Quevedo o Gracián. Desde ese punto de vista, el que más sobresale es el poeta y dramaturgo español Pedro Calderón de la Barca (Madrid, 1600-1681) cuando nos adentramos en su teatro. Uno de sus contemporáneos destacó que sus dramas filosóficos y sobre todo en Los autos sacramentales elevan la comedia “a ciencia en perfecto silogismo, proponiendo, dificultando y resolviendo[1]”. Desde la perspectiva filosófica nos iremos preguntando por la realidad: qué es real, y qué es sueño (engaño o apariencia), asunto este que Calderón plantea en uno, principalmente, de sus más celebrados dramas, La vida es sueño y también en el archiconocido auto sacramental El gran Teatro del mundo.
Calderón, en La vida es sueño, se pregunta por el ser, nos ofrece una investigación ontológica a través de una dramatización, de una conciencia verdaderamente reflexiva que se sitúa sobre todo a nivel simbólico, plástico, con otros intereses y otra lógica distintos al de un tratado sistemático y abstracto de metafísica. Partiendo de situaciones teatrales, Calderón se cuestiona qué es el ser de los entes, que para la escolástica quedaban divididos en tres grupos: mundo, alma y Dios.
Desde la perspectiva escolástica, se puede afirmar, por fe, la existencia de Dios, y si Dios es, todo lo demás depende de esa Infinitud, frente a la que no somos nada. Sólo nos queda el anonadamiento, defendido por Maestro Eckhart, uno de los primeros místicos alemanes, o el abandonarse a Dios, de la mística española, “dexando mi cuidado/entre las açucenas olbidado”[2]. Esta tensión última con lo divino tuvo una importancia capital en la época de Calderón, tanto desde el punto de vista religioso como político. Sin embargo, dentro de esa “nada”, de ese amplio espacio en el ser y el no ser, podemos ver distintos grados de ser, de entidad. Santo Tomás sostiene, en su Suma teológica (I, 1,9), que la existencia de Dios, que es lo más cognoscible en sí, no lo es para nosotros, así que debemos partir del mundo sensible: “Es natural al hombre llegar a lo suprasensible a través de lo sensible, porque todo nuestro conocimiento arranca de la sensible”[3]. En el auto El nuevo hospicio de pobres, la Sabiduría de Dios piensa exactamente igual:
“Sabiduría …es asentado principio/ en todas las Divinas Letras/ (de parábolas lo diga/ la sacra página llena)/ que lo invisible no es/ posible que se comprenda; / y solo para rastrearlo/ da a lo visible licencia, / de que en ejemplos visibles,/ lo no visible se entienda”.
“Como es tan incompresible/ Dios, que en su Inmenso Poder / lo Invisible ha menester / valerse de lo Visible, / para que el entendimiento / objeto Visible tenga / en algún conocimiento” (Cfr. RIVERA DE ROSALES, J., ibídem, pág. 6, n. 9).
Según Santo Tomás se necesita un ascenso que ha de realizarse por medio de la abstracción de lo sensible y la argumentación racional y aquí cabe recordar sus cinco vías sobre la demostración de la existencia de Dios. En Platón, la dialéctica, el amor y la muerte son los modos de alcanzar el Mundo de las Ideas, es decir, la verdadera realidad.
El filósofo, matemático y físico francés René Descartes (La Haye en Touraine 1596 – Estocolmo, 1650) constituyó en la primera de sus Meditaciones Metafísicas la vía de la duda metódica le sirve para eliminar toda falsa verdad y llegar así a los primeros principios que tienen que ser evidentes e indudables. Duda de los datos de los sentidos a pesar de parecer la mayor fuente de información que poseemos. Muchas veces los sentidos nos han engañado. Por ejemplo, no hay indicios ciertos para distinguir el sueño de la vigilia. Tampoco las verdades matemáticas no son absolutamente indudables porque muchos hombres se han engañado sobre cuestiones matemáticas que dieron por ciertas y evidentes. Además Dios que es omnipotente puede hacer con nosotros lo que le plazca o que un geniecillo maligno nos puede engañar.
Descartes, así, llega a dudar de todas las cosas, por más ciertas y evidentes que parezcan. Y es ahí donde encuentra el primer principio absolutamente cierto e indudable: Pienso, luego soy
Si se duda de todo, al menos es cierto que duda, es decir, que piensa. Y si piensa, existe en tanto ser pensante: Pienso, luego soy es la primera verdad indudable que alcanza Descartes y el punto de partida de toda su filosofía. Si dudo, pienso, y no puedo pensar sin ser. Es su proposición realmente verdadera y absolutamente indudable.
Este descubrimiento de Descartes marca el comienzo de la filosofía idealista moderna. Es el COGITO, ERGO SUM. No se trata de la verdad de un silogismo, sino una verdad inmediata, captada por una simple inspección del espíritu. Cuando alguien dice Yo pienso, luego soy no infiere su existencia de un silogismo, cuya premisa mayor sería Todo lo que piensa es o existe. Por el contrario, afirma su existencia porque siente que no es posible que piense si no existe.
Descartes entiende por “pensar” no sólo comprender o concebir, sino también imaginar, sentir, querer, dudar, afirmar, etc.; es decir, todo estado psicológico. Al estar seguro de que pienso, estoy también seguro de que existo, en cuanto ser pensante.
La función o el uso que hace Descartes del COGITO, ERGO SUM es doble:
1º. Señala el tipo ejemplar de proposición verdadera y
2º. Prepara la radical distinción entre el alma y el cuerpo.
De ella extrae la regla general que le guiará en la investigación de la verdad: Las cosas que concebimos muy clara y distintamente son todas verdaderas. El criterio de verdad es, desde entonces, el de la evidencia racional, que se caracteriza por la claridad y la distinción[4]. Así Descartes obtiene proposición absolutamente verdadera por ser indudable y una regla general o criterio de verdad preciso y claro. Con estas dos herramientas Descartes elabora todo su sistema filosófico.
Sin embargo aunque Descartes (n.1596) es coetáneo de Calderón (n. 1600), es difícil comparar la problemática del conocimiento de uno y otro. Descartes arranca su análisis científico del problema de la percepción; Calderón no tiene en cuanta el interés científico y únicamente se ocupa de las diferencias de intensidad con que el hombre adquiere conciencia del mundo y hasta que punto se compromete con la realidad.
Para Calderón el ascenso a la verdadera realidad se logra mediante el desengaño. En sus dramas y en sus autos sacramentales vemos la dramatización metódica de un desengaño sobre la substantividad del mundo, que se fundamenta sobre todo en lo imaginario. Este camino nos lleva a descubrir la realidad, incluso trascendente según Calderón y la tradición que sigue, de nuestras acciones y la necesidad de obrar bien, porque el libre albedrío o la libertad es lo único que nos conecta con el Ser Eterno, esto es, el concepto y realidad del Dios cristiano.
La tradición a la que se apunta Calderón es la de los filósofos de la tradición aristotélico-escolástica que fundamentaban una de sus pruebas más importantes de la existencia de Dios en la existencia del mundo sensible y en la necesidad de que el mundo y el orden que en él observamos tengan UNA CAUSA PRIMERA. La entidad del mundo consiste en ser un instrumento para el ejercicio del libre albedrío o libertad humana y para el mismo Dios. Tanto la libertad del hombre como Dios son realidades substanciales, en cuanto que fuentes de sentido y eternidad; de ellos surge un conflicto contradictorio de carácter ontológico que consiste en reconciliar la realidad libre del hombre y la acción de un Dios omnisciente, planteado ya en la filosofía greco-romana, y que se profundiza más con la afirmación cristiana de un Dios creador ex nihilo. A esto se añade una segunda objeción, ahora de carácter teológico, más controvertida si cabe, que es el tema de la Gracia, como don gratuito de Dios, y de la Predestinación: ¿el hombre, corrompido por el pecado original, puede hacer algo por su salvación eterna?
[1] . PARKER, Alexander A. (1983), Los autos sacramentales de Calderón de la Barca, Ariel, Barcelona, pág. 17.
[2]. SAN JUAN DE LA CRUZ (1983), Poesía, ed. de Domingo Ynduráin, Cátedra, Madrid, pág. 260.
[3] . Cfr. RIVERA DE ROSALES, Jacinto (1998), Sueño y Realidad. La ontología poética de Calderón de la Barca, Alemania, OLMS, pág. 5.
[4]. Descartes entiende por claro aquello “presente y manifiesto a un espíritu atento”; y por distinto aquello “que es tan preciso y tan diferente de todo lo demás que sólo comprende lo que manifiestamente aparece al que lo considera como es debido”. Una idea puede ser clara sin ser distinta; por ej., el dolor de estómago que siento. Pero no puede ser distinta sin que a la vez sea clara: el dolor de estomago no será distinto si lo confundo con la causa que lo produce.
No hay comentarios:
Publicar un comentario