El sueño de la razón produce monstruos

sábado, 30 de noviembre de 2013

Para acercarse a las Comedias Bárbaras de Ramón María del Valle-Inclán (III)


Algunas calas de castellano-centrismo
Los escritores del 98 destacaron por su evidente preocupación por España; descubren el paisaje, y de una manera muy especial, descubren el paisaje de Castilla, lo interpretan y se compenetran con él. Este descubrimiento les produce una convulsión, y se dedican a contemplarlo, amarlo y describirlo, siendo tema de muchas de sus páginas.  A menudo el paisaje de Castilla se percibe como protagonista.
Hagamos algunas catas. Todos los escritores del 98 recorrieron las tierras de España con amor y con dolor. Empecemos, por ejemplo, con D. Miguel de Unamuno; nació en Bilbao (1864), llegó a Madrid como estudiante universitario en 1880 y el 13-XI-1899, dio lectura en el Ateneo de Madrid a su famoso ensayo Nicodemo el Fariseo, donde aparece profundamente castellanizado. “¡Me duele España!”, gritaría poco tiempo después Unamuno ante los graves problemas de la patriay en Niebla, expone con ímpetu y vehemencia:
“- No sea usted tan español, don Miguel..., (le dice Augusto Pérez)
- ¡ Y eso más, mentecato! ¡Pues  sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna, y mi Dios es un Dios español, el de Nuestro Señor D. Quijote; un dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue verbo español...!.”
(Unamuno, Miguel de, Niebla, Madrid, Cátedra, 1983, pág. 283)
Pero la vocación auténtica de don Miguel de Unamuno, según dijo el mismo en varias ocasiones, era la de poeta. En este terreno, desde las primeras Poesías (1907) hasta el póstumo Cancionero (“diario poético” cuyo último poema fue escrito el 28 de diciembre de 1936, tres días antes de su muerte), nos muestra una poesía de preocupación religiosa, personal e intimista, donde el paisaje castellano se mezcla con el problema de la regeneración nacional y/o la especulación filosófica y los versos religiosos más sentidos y conmovedores, reflejo evidente de la angustia de don Miguel ante las grandes cuestiones existenciales. Veamos algunas muestras:






SALAMANCA
Alto soto de torres que al ponerse
tras las encinas que el celaje esmaltan
dora a los rayos de su lumbre el padre
Sol de Castilla;
bosque de piedras que arrancó la historia
a las entrañas de la tierra madre,
remanso de quietud, yo te bendigo,
¡mi Salamanca!
Miras a un lado, allende el Tormes lento,
de las encinas el follaje pardo
cual el follaje de tu piedra, inmoble,
denso y perenne.
Y de otro lado, por la calva Armuña,
ondea el trigo, cual tu piedra, de oro,
y entre los surcos al morir la tarde
duerme el sosiego.
[...]

EN UN CEMENTERIO DE LUGAR CASTELLANO
Corral de muertos, entre pobres tapias
hechas también de barro,
pobre corral donde la hoz no siega,
sólo una cruz en el desierto campo
señala tu destino.
Junto a esas tapias buscan el amparo
del hostigo del cierzo las ovejas
al pasar trashumantes en rebaño,


y en ellas rompen de la vana historia,
como las olas, los rumores vanos.
Como un islote en junio,
te ciñe el mar dorado
de las espigas que a la brisa ondean,
y cantan sobre ti la alondra el canto
de la cosecha.
[...]
No hay cruz sobre la iglesia de los vivos,
en torno de la cual duerme el poblado;
la cruz, cual perro fiel, ampara el sueño
de los muertos al cielo acorralados.
¡Y desde el cielo de la noche, Cristo,
el Pastor Soberano,
con infinitos ojos centelleantes,
recuenta las ovejas del rebaño!
¡Pobre corral de muertos entre tapias
hechas del mismo barro,
sólo una cruz distingue tu destino
en la desierta soledad del campo!

EL CRISTO DE VELÁZQUEZ
Mi amado es blanco...
      (Cantares, V,10)
¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?
¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu frente?


[...]

Que eres, Cristo, el único
Hombre que sucumbió de pleno grado,
Triunfador de la muerte, que a la vida
por Ti quedó encumbrada. Desde entonces
por Ti nos vivifica esa tu muerte,
por Ti la muerte es el amparo dulce
que azucara amargores de la vida;
por Ti, el Hombre muerto que no muere,
blanco cual luna de la noche. Es sueño,
Cristo, la vida, y es la muerte vela.
Mientras la tierra sueña solitaria,
vela la blanca luna; vela el Hombre
desde su cruz, mientras los hombres sueñan;
[...]
Leídos estos conmovedores versos unamunianos, hemos de decir que los escritores del 98 criticaron la pobreza y el atraso de aquella España y, a la vez, exaltan líricamente sus  pueblos y su paisaje. Ellos dejaron para la posterioridad inolvidables visiones de casi todas las regiones, pero sobre todo de Castilla. Vieron en Castilla la esencia de España a pesar de venir de la periferia; pero es cierto, como apunta Díaz Plaja, que Castilla aparece mitificada y su concepción de España es “castellano-céntrica” porque al estudiar su historia, tratan de descubrir las “esencias” de España, sus valores permanentes e intemporales.
Azorín señala que quisieron “historiar, novelar y cantar” realidades españolas no tenidas en cuenta hasta el momento. En sus viajes describió todas las tierras de España, pero son inolvidables sus visiones de Castilla y el “alma” de aquellas tierras. Y su propia alma.  Azorín, melancólico y nostálgico, proyecta sobre el paisaje su hiperestesia, su sensibilidad dolorida; escribía:


“El paisaje somos nosotros, el paisaje es nuestro espíritu, sus melancolías, sus placideces, sus anhelos, sus tártagos. Un estético moderno ha sostenido que el paisaje no existe hasta que el artista lo lleva a la pintura o a las letras. Sólo entonces -cuando está creado en el arte- comenzamos a ver el paisaje en la realidad. Lo que en la realidad vemos entonces es lo que el artista ha creado con su numen”.
Y así ve y nos crea el paisaje de Castilla:
“Castilla... ¡Qué profunda, sincera, emoción experimentamos al escribir esta palabra! La escribimos después de un largo periodo, motivado por una enfermedad, en que no hemos puesto la pluma sobre el papel. A Castilla, nuestra Castilla, la ha hecho la literatura. La Castilla literaria es distinta -acaso mucho más lata- de la expresión geográfica de Castilla. Ahora, cuando después de tanto tiempo volvemos a escribir, al trazar el nombre de Castilla, se nos aparecen en las mentes cien imágenes diversas y dilectas, de pueblecitos, caminos, ríos, yermos desamparados y montañas. ¿Qué es Castilla? ¿Qué nos dice Castilla? Castilla: una larga tapia blanca que en los aledaños del pueblo forma el corral de un viejo caserón; hay una puerta desmesurada. ¿Va a salir por ella un caballero amojamado, alto, con barbita puntiaguda y ojos hundidos y enseñadores? Los sembrados se extienden verdes hacia lo lejos y se pierden en el horizonte azul. Canta una alondra; baja su canto hasta el caballero, y es como el himno -tan sutil- del amor y de lo fugaz. Castilla: el cuartito en que murió Quevedo, allá en Villanueva de los Infantes; una vieja, vestida de negro, nos lo enseña y suspira [...]. Castilla: en una noche estrellada, pasos sonoros en una callejuela; una celosía allá en lo alto; el tañer de una campanita argentina, y luego, en el silencio profundo, la melodía apagada de un órgano y como un rumoreo de abejas que zumban suavemente, a intervalos. En la bóveda inmensa y fosca, eternas, inextinguibles, relumbran las misteriosas luminarias. A nuestra mente acuden los versos ardorosos de Fray Luis de León, y ¡cuántas cosas, cuántas cosas, dulces y torturadoras a un tiempo mismo, sentimos en este momento supremo!”.
(Azorín: El paisaje de España visto por los españoles)       

Y ahora, del sensible y comprometido Antonio Machado. El tema de Castilla, la impresión del paisaje espiritualizado, así como la crítica de la “España de charanga y pandereta”, la esperanza en su juventud y el criticismo de algunos de sus poemas sirvieron para señalar el aspecto noventayochista del poeta.


“En 1907 obtuve cátedra de Lengua Francesa, que profesé durante cinco años en Soria. Allí me casé; allí murió mi esposa, cuyo recuerdo me acompaña siempre”, nos comenta.
Soria es fría, de color ceniciento, situada en pelados montes, sin rasgos dominantes; entre dos de esos montes corre el Duero; en uno está el castillo y en otro la ermita de la Virgen del Mirón. Abajo, junto al río, está San Pedro, antigua casa de templarios, donde las aguas del Duero parecen más alegres; es el paseo preferido de Machado. Desde allí se empina el camino hacia San Saturio, ermita del Patrón de la ciudad, donde el río se vuelve severo.

“[...] El Duero cruza el corazón de roble
de Iberia y de Castilla. ¡Oh, tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas,
de campos sin arados, regatos no arboledas;
decrépitas ciudades, caminos sin mesones,
y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aún van, abandonando el mortecino hogar,
como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada
recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?.
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;
cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aún el fantasma yerra
de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
La madre en otro tiempo fecunda en capitanes,
madrastra es hoy apenas de humildes ganapanes.
Castilla no es aquella tan generosa un día,
cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,


ufano de su nueva fortuna, y su opulencia,
a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;
o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,
pedía la conquista de los inmensos ríos
indianos a la corte, la madre de soldados,
guerreros y adalides que han de tornar cargados
de plata y oro, a España, en regios galeones,
para la presa cuervos, para la lid leones.
[...]
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus harapos desprecia cuanto ignora [...].
(De “A orillas del Duero”, Campos de Castilla).
En una entrevista publicada en La voz de España de París en 1938, dice lo siguiente:
“Soy hombre extraordinariamente sensible al lugar en que vivo. La geografía, las tradiciones, las costumbres de las poblaciones por donde paso, me impresionan profundamente y dejan huella en mi espíritu. Allá, en 1907, fui destinado como catedrático a Soria. Soria es lugar rico en tradiciones poéticas. Allí nace el Duero, que tanto papel juega en nuestra historia. Allí, entre S. Esteban de Gormaz y Medinaceli, se produjo el monumento literario del Poema del Cid.
Por si ello fuera poco, guardo allí el recuerdo de mi breve matrimonio con una mujer a la que adoré con pasión y que la muerte me arrebató al poco tiempo. Y viví y sentí aquel ambiente con toda intensidad. Subí al Urbión, al nacimiento del Duero. Hice excursiones a Salas, escenario de la trágica leyenda de los Infantes. Y de allí nació el poema de Alvargonzález”.
Estas vivencias de Antonio Machado en Soria encontrarán expresión en el libro Campos de Castilla que anuncia ya la madurez del poeta.

Como hemos podido escuchar, y como apunta el profesor Fernando Lázaro Carreter, la valoración que estos enormes intelectuales de fin siglo hacen de las tierras castellanas “es reveladora de una nueva sensibilidad estética, atenta a lo recio, a lo austero, a lo que sugiere algo más de lo que captan los sentidos”.

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