El sueño de la razón produce monstruos

lunes, 17 de junio de 2013

La Escuela de Frankfurt

    Adorno y Horkheimer, desde el campo de la Sociología, se ocupan de los Medios de Comunicación de Masas y de las Industrias de la Cultura. Los dos investigadores pertenecen a la llamada Primera Generación de la Escuela de Frankfurt; la segunda está representada por Habermas. Desde el Centro de Investigación de la Cultura de Masas, en el Instituto de Investigación social de Frankfurt, en el que trabajaban muchos judíos, con la llegada del Hitler y los nazis al poder se tienen que dispersar, reuniéndose posteriormente en el exilio. Muchos de aquellos investigadores provienen de la crítica literaria.
   Adorno y Horkheimer comienzan sus investigaciones en EE.UU., con un concepto muy elitista de la cultura y con la vista puesta en la mejora de la sociedad. Los dos surayarán muy especialmente su crítica a la hegemonía cultural y política de EE.UU., quienes, desde un contexto sociológico y cultural europeos, se ven inmersos en un país completamente nuevo y con una sociedad de consumo muy distinta de la que ellos esperaban.
       Su teoría crítica buscará una reorganización racional de la sociedad, y ofrecerán una visión alternativa a las Mass Communication Research (“Investigación y Comunicación de Masas”). Los padres de la Teoría General de la Comunicación eran entonces: Lazarsfeld, Hovland, Lewin, Lasswell, entre otros. Adorno, al llegar a EE.UU. trabajará con Lazarsfeld, aunque el mismo Adorno reconocerá que se trata de dos proyectos divergentes (el de la Escuela de Frankfurt y el de los padres de la Teoría General de la Comunicación) con intereses y metodologías también muy distintas.
       Estos investigadores realizarán la primera aproximación marxista al estudio de la Comunicación de Masas, siempre condicionados por el contexto histórico y social. Entienden la sociedad como un todo, por ello estudiar la Comunicación supone estudiar las fuerzas sociales que la determinan. Reciben influencias de Marx, Freud y Weber. Defenderán que los Medios de Comunicación serán los transmisores de la ideología dominante, puesto que vienen legitimados por un orden desigual; al tiempo que se ocupan de los fines del Sistema Comunicativo Comercial y Privado y por quienes lo controlan: la cultura de masas y la racionalidad técnica. Con Marx estarán de acuerdo cuando afirma que “las ideas de la clase dominante son en todas las épocas las ideas dominantes”, y el hecho de que la clase que dispone de los Medios de Producción Material es también la que controla las ideas rectoras de su época. La cultura de masas es la que se produce en el Capitalismo destinada a las masas; Adorno y Horkheimer usarán el término La Industria Cultural, señalando que la ilustración que propugna es el engaño de las masas. Hablarán, pues, de la Dialéctica del Iluminismo: “La industria cultural: ilustración como engaño de las masas”. El factor económico será muy tenido en cuenta en sus análisis e investigaciones.
       Las industrias de la cultura: ilustración como engaño de las masas
       Bajo los monopolios, toda cultura de masas es idéntica. Los directivos ya no tratan de disimular el monopolio sino en obtener más poder; un poder agresivo, violento. El urbanismo de los regímenes autoritarios es similar al de los países de capitalismo democrático: centros de poder, empresas transnacionales, multinacionales… todo eso son planificaciones del nuevo sistema empresarial; en ellos radica el poder absoluto del capitalismo, ante el cual, el individuo, aparentemente independiente, queda prosternado y le hacen aún más servil. Los habitantes, como productores y consumidores, son atraídos a esos centros urbanos en busca de trabajo y placer. Así surgen conjuntos urbanos bien organizados y uniformados en los que se unen lo microcósmico con lo macrocósmico, las nuevas y frágiles estructuras de edificación, que pronto serán desechadas como latas de sardinas, para las ferias mundiales. Ya no será necesario que el cine y la radio busquen objetivos estéticos; son sólo negocios y esa es la base de su ideología, la que justifica la morralla que producen intencionadamente, deliberadamente. Ahora se llaman Industrias. El sueldo de los directivos así lo demuestran; constituyen la Industria Cultural por el uso de la tecnología; sus normas se basan en las necesidades de los consumidores, surgiendo así el ciclo de manipulación y de provocación de necesidades con las que la unidad del sistema se fortalece cada día más. Dominio, pues, de la tecnología sobre la sociedad; este objetivo se oculta: la racionalización de la tecnología será la racionalización de la dominación social; ahí radica su fuerza coercitiva. Los elementos de consumo: automóviles, películas, programas de TV… funcionan como elementos de cohesión del sistema, que tratará de nivelar, de igualar, es decir, consumir los mismos productos. Así nace la Tecnología de la Industria Cultural y con ella se logran dos objetivos: la normalización y la producción en cadena, y con ellos se sacrifica la creatividad individual y la del sistema social. La función de la Tecnología de la Industria Cultural consiste en la manipulación de la conciencia individual; los monopolios ya no tienen que hacer frente al poder de los estados. La espontaneidad del público se corta y se absorbe por la radiodifusión oficial: buscadores de talento, concursos radiofónicos y programas oficiales; el poder del estado niega la libertad a las radioemisiones privadas. El público favorece el sistema de la industria cultural; es una parte del sistema: mecanismo económico de la selección.
       La industria cultural, en conjunto, ha modelado a los hombre en varios tipos, que se reproducen fielmente en los productos respectivos. El estilo de la industria cultural es la negación del estilo. La conciliación de lo general y lo particular es fútil porque ha dejado de existir la tensión entre polos opuestos. Todo es idéntico; lo general puede reemplazarse por lo particular, y viceversa. La Industria Cultural sigue siendo el negocio del espectáculo. Su ideología es el negocio. El poder de la industria cultural reside en su identificación con una necesidad prefabricada
       En la organización capitalista, la diversión es la prolongación del trabajo; el solaz se procura como evasión del proceso mecanizado del trabajo, con el fin de restaurar las fuerzas y así poder afrontarlo nuevamente. Pero, al mismo tiempo, la mecanización ejerce tal poder sobre el ocio y la felicidad del trabajador, y determina tan profundamente la elaboración de productos de pasatiempo, que irremediablemente las experiencias de ese hombre son imágenes consecutivas de la propia mecánica del trabajo.
       Lo que late en el interior de la organización capitalista es la sucesión automática de operaciones normalizadas. Sólo es posible evadirse de lo que ocurre en el trabajo, en la fábrica o en la oficina por aproximación a aquello mismo que ocurre en los ratos de ocio. Toda diversión está tocada de ese mal incurable. El placer degenera en aburrimiento porque no requiere ningún esfuerzo al discurrir inflexiblemente por los manidos cauces de la misma mecánica del trabajo. No puede esperarse del espectador un pensamiento independiente: el producto determina todas y cada una de las reacciones al evitar cuidadosamente cualquier reacción lógica que exija esfuerzo mental. En lo posible, el desenvolvimiento del argumento debe ir concatenado con la situación precedente y nunca con la idea general del conjunto. Pasar de la calle al interior de un cine no significa ya entrar en un mundo de ensueño. Es el refugio del ama de casa donde puede sentarse sin ser vista o de los parados de las grandes ciudades en donde encuentran frescura en el verano y calor en invierno (locales climatizados). Por otra parte, el cine, como envanecido aparato de placer no aporta ninguna dignidad a los seres humanos.
       Forma parte del sistema económico capitalista la idea de “explotar al cien por cien” los recursos técnicos y los medios populares de consumo estético, al tiempo que se niega a explotar otros recursos para desterrar al hombre del mundo. La industria cultural defrauda inexorablemente a sus consumidores de lo que constantemente les promete. Sus promesas son ilusorias. La industria cultural no sublima, reprime: exhibiendo reiteradamente los objetos de deseo (nos pechos femeninos ceñidos en un suéter o el torso desnudo del atlético héroe), no hace sino estimular el placer anticipado, no sublimado que la continencia habitual ha reducido, desde hace mucho, a un remedio masoquista. No hay situación erótica que, mientras insinúa y excita, deje de decir inequívocamente que no se debe llevar las cosas a tal extremo.
       Las obras de arte son ascéticas y desvergonzadas; la industria cultural es pornográfica y pudibunda, pues se limita a confirmar el ritual de Tántalo[1]. El amor es degradado al nivel de la aventura galante, y así puede llegar hasta el libertinaje, como especialidad con la que se puede comerciar. La producción a gran escala de materia sexual llega al extremo de su represión.
       La reproducción mecánica de la belleza, a la que el fanatismo cultural reaccionario sirve con tesón, no da cabida a la idolatría inconsciente que fue en otro tiempo consustancial a la belleza. El triunfo sobre la belleza es celebrado con la alegría del mal ajeno que toda privación consumada provoca. Brota la risa porque no hay ningún motivo para reír. La risa es el eco del poder, entendido como algo insoslayable. El jolgorio es un baño medicinal. La industria del placer no deja nunca de prescribirlo, y convierte la risa en instrumento del fraude a la felicidad que practica. En los momentos de felicidad no hay risa; sólo las operetas y el cine representan lo sexual con sonoras carcajadas. El goce es austero: res severa verum gaudium (“Seria es realmente la alegría verdadera”).
       En la industria cultural, la negación jovial reemplaza el dolor que se encuentra en el éxtasis y en el ascetismo. La ley suprema ordena que nadie satisfaga sus deseos, cueste lo que cueste; todos deben reír y contentarse con la risa. En cada producto cultural, la negación permanente impuesta por la civilización es una vez más demostrada inequívocamente e infligida a sus víctimas. Ofrecerles algo y privarles de ello es todo uno. Así ocurre en los films eróticos.
       Es inherente al sistema de la industria cultural no dejar solo al cliente, de no permitirle pensar que la resistencia es posible. Uno de sus principios ordena que se muestren al cliente todas sus necesidades como susceptibles de satisfacción, pero que esas necesidades estén predeterminadas de tal modo que tenga la impresión de ser el eterno consumidor, el objeto de la industria cultural. No sólo le hace creer que el engaño es satisfactorio, sino que siempre debe aceptar lo que se le ofrece. Así, el negocio del placer promueve la resignación que debería ayudar a olvidar.
       La fusión de cultura y pasatiempo que se está produciendo hoy no sólo conduce a una depravación de la cultura, sino inevitablemente a una intelectualización de la diversión. Evidencia esto el hecho de que sólo aparece la copia: en el cine, la fotografía; en la radio, la grabación. La diversión en sí se convierte en un ideal, reemplazando las cosas superiores de las se priva completamente a las masas al repetirse de una manera aun más estereotipada que los lemas publicitarios pagados por las agencias.
       Cuanto más sólidas se vuelven las posiciones de la Industria Cultural, mejor se puede comerciar con las necesidades del consumidor, produciéndolas, controlándolas, disciplinándolas y hasta retirando la diversión. Esta tendencia es consustancial al concepto mismo de diversión burgués. Si la necesidad de divertirse fue creada en buena medida por la industria, que utilizaba el tema como medio de recomendar el producto a las masas, toda diversión siempre revela la influencia del negocio, las ventas, el beneficio. Así ser complacido significa decir “sí”. Esto es posible solo merced a un aislamiento de la totalidad del proceso social. Placer significa no pensar en nada y olvidarse del sufrimiento aunque este se ponga de manifiesto. Este producto de diversión que la industria cultural ofrece es esencialmente indefensión, evasión, y no, como se afirma, evasión de la realidad funesta, sino del último residuo de la idea de resistencia. La liberación que el pasatiempo promete es libertad de pensamiento y de negación. Cuando se lanza la pregunta retórica, ¿qué necesita la gente?, el descaro es mayúsculo, pues va dirigida a las mismas personas a las que deliberadamente se va a privar de su individualidad. Aunque el público se rebele excepcionalmente contra la industria del placer, lo único que podrá hacer será mantener una frágil resistencia, la misma que la industria le ha inculcado. Sin embargo, Adorno y Horkheimer reconocen que resulta difícil mantener a la gente en ese estado, pues el grado de estupidez al que se pretende reducir a la gente no es superior al de su inteligencia.
       En la era de la estadística, las masas son demasiado perspicaces como para identificarse con el millonario de la pantalla, y demasiado necias como no hacer caso de la ley del número máximo. La ideología se oculta en el cálculo de probabilidades; solo tendrá suerte el que saque el boleto ganador, o aquel que sea elegido por un poder superior, generalmente por la misma industria del placer, a la que se representa constantemente en busca de la caza de talentos. Las personas seleccionadas por los buscadores de talento, serán popularizadas a gran escala por el estudio de tipos ideales del nuevo término medio dependiente. Es evidente que la estrella joven simboliza a la mecanógrafa de modo que el esplendido traje de noche parezca apropiado para la actriz como distinta a la muchacha real. Las jóvenes espectadoras tienen la sensación de que podrían aparecer en la pantalla, al tiempo que advierten del gran abismo que las separa de ésta. Sólo una chica puede ganar, solo un hombre puede ser el afortunado, y si, desde el punto de vista matemático, todos tienen la misma probabilidad, esa es tan pequeña que la persona aspirante hará mejor en darlo por perdido y alegrarse con el ganador.
       Cada vez que la industria cultural formula una invitación a la inocente identificación con un personaje, se desmiente de inmediato. Nadie puede evadirse nunca más de su propia personalidad.



[1]. Tántalo, en la mitología griega, rey de Lidia e hijo de Zeus. Los dioses honraron aTántalo más que a ningún otro mortal. Él comió a su mesa en el Olimpo, y en una ocasión fueron a cenar en su palacio. Para probar su omnisciencia, Tántalo mató a su único hijo, Pélope, lo coció en un caldero y lo sirvió en el banquete. Los dioses, sin embargo, se dieron cuenta de la naturaleza del alimento y no lo probaron. Devolvieron la vida a Pélope y decidieron un castigo terrible para Tántalo. Lo colgaron para siempre de un árbol en el Tártaro y fue condenado a sufrir sed y hambre angustiosas. Bajo él había un estanque de agua pero, cuando se detenía a beber, el estanque quedaba fuera de su alcance. El árbol estaba cargado de peras, manzanas, higos, aceitunas maduras y granadas, pero cuando estaba cerca de las frutas el viento apartaba a las ramas.

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