El sueño de la razón produce monstruos

miércoles, 25 de mayo de 2011

Edgar Allan Poe “en su matemática tiniebla”


Quien quiera comprender la tradición poética europea del siglo XX deber detenerse en la lectura de Matemática tiniebla. Genealogía de la poesía moderna. Editado por Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, reúne una colección de ensayos seleccionados por el también poeta, ensayista y narrador Antonio Marí (1944) que documentan el decisivo influjo de Poe en el genio poético de Baudelaire, Mallarmé, Valéry o Eliot.

La obra recoge cuatro ensayos de Edgar Allan Poe en los que el narrador estadounidense plantea su concepción de la poesía; seguidos de veinticinco textos de Charles Baudelaire, Stéphane Mallarmé, Paul Valéry y T. S. Eliot, que reflexionan sobre la poesía y donde queda patente la influencia que el padre del suspense tuvo en la poesía europea de los siglos XIX y XX.

Carlos Fuentes afirma que como en su magistral relato “William Wilson[i]”, se trata de dos personalidades distintas y un solo hombre verdadero. Uno es el Edgar Allan Poe, nacido en Boston en 1809, hijo de actores itinerantes, y muerto de delirium tremens en Baltimore en 1849. Otro es Edgarpó, el invento francés de Charles Baudelaire, sobre cuya tumba Stéphane Mallarmé entona un himno a la inmortalidad que transforma al fin a un hombre en sí mismo. Sin embargo, ambos Poe –el norteamericano Edgar Allan y el francés Edgarpó- siguen escapando de todo determinismo y concreción. En la eternidad que Mallarmé le otorgó, fue el autor favorito de Nietzsche, Kafka, Valéry y Stalin, habiendo sido en vida objeto de ataques y desprecios sin fin.

Hawthorne asegura la dificultad de encontrar el misterio en un país de una prosperidad común y corriente, un país sin historia, ni antigüedad. La imaginación de Poe, como la de Melville, como la del propio Hawthorne, no cabía dentro de esa normalidad incolora e insípida. En todo caso, Poe conocía las obras de la novela gótica inglesa (Monk Lewis, Ann Radcliffe) y la literatura romántica alemana de misterio (Tieck, Hoffman), por ello situó su imaginación, que no cabía en un país común y corriente, a las orillas del Rin, en los castillos de Inglaterra y en las calles de París. Pronto intuyó Poe que los escenarios de sus cuentos eran el paisaje de su propia alma donde se hallan la sombra y el misterio.

Menos ligado que Melville o Hawthorne a las circunstancias sociales o históricas de Estados Unidos, Poe desciende a los infiernos sin fondo de su propio espíritu y allí encontrará un terror ante nuestro destino; terror a ser encerrado detrás de un muro sin salida; terror de vivir sin el ser amado; terror de los vórtices, de los torbellinos y de los ciclones del alma que, como en Un descenso al Maelströn, pueden arrastrarnos al descubrimiento paradójico de nuestra propia ignorancia del cielo y de la tierra. “No tengo fe en la perfectibilidad humana” afirmará Poe con lo que se aparta radical de la ilusión de progreso permanente del Siglo de las Luces. También se aparta del tiempo histórico lineal y mensurable instalándose en el tiempo primigenio del miedo, los asaltos salvajes a la integridad moral y física, la dolorosa formación de las conciencias: el tiempo primordial anterior al tiempo histórico de los hombres. Despojados de sus ropajes góticos, los relatos de Poe ocurren en un turbio amanecer del mundo, en un abismo sin fondo donde los elementos van sin dirección; en el caos primordial. La oscuridad y la noche llenan la luz y el día donde nos vemos abandonados, y allí empiezan a surgir formas terribles de soportar. Los muertos escuchan; las tumbas se abren; los fantasmas tocan con los nudillos la entrada de los sepulcros. Paul Valéry escribirá que Poe crea la forma a partir de la nada.

Poe elimina la tradición gótica de los paisajes externos y la sitúa en el interior de cada uno de nosotros; da un paso más; va más allá de la Ilustración y allí la conciencia de los muertos no acaba nunca de morir; el amor trasciende la muerte; la belleza perdura más allá del sepulcro, y la muerte de una mujer bella es, sin duda, el tema más poético del mundo. ¿Lo gótico ha pasado a ser romántico? ¿La escritora británica Ann Radcliffe, pionera de la novela gótica de terror, ha dado paso a Charlotte Brontë? Solo en apariencia porque Poe es mucho más radical que los relatos góticos o románticos.

Si el paganismo y la claustrofobia de Poe son ciertos, también lo es su lucha con los dioses de la Razón; si su descenso al torbellino de lo irracional y primigenio es cierto, también lo es su combate con la primacía moderna de la Razón sobre la Intuición.

Los relatos extremos como La caída de la Casa de Usher y La carta robada nos dan la medida que Poe hace de la Razón; en el primero, Usher pierde la razón; en el segundo, Dupin la gana e inaugura de paso, el cuento policial de detección. Su trato con la Razón nos devuelve al misterio y el misterio es una vez más, el corazón humano, el corazón delator, el corazón de Poe. Si la Razón es el Bien, ¿por qué ese anhelo sin fondo del alma por el mal mismo? Se acerca a la frontera reconocida por El hombre subterráneo de Dostoievski, y esa breve novela del ruso es una de las fuentes del existencialismo y del psicoanálisis.

En Poe, el afán de dañarse a sí mismo se identifica como una persistencia de la edad infantil en un hombre maduro. Nietzsche lo expresó diciendo que Poe era un niño jugando en el lodo, pero posando como una estrella. Si el infantilismo de Poe es cierto, solo demuestra que la inocencia puede ser malvada. Que Poe fuese autor favorito de Stalin sólo añade a esa lógica que el poder fascinado por la tortura y el terror es no sólo malvado; es corruptamente infantil, es un desarrollo frustrado, una inmadurez aberrante. Sin embargo, Poe no tuvo poder político; no pudo hacer el mal a nadie. De ahí que la frase de Kafka brilla como los diamantes: Poe escribió de misterio para sentirse a gusto en el mundo. Aunque se hace difícil pensar que estuviese a gusto en el mundo, un hombre tan castigado por la pobreza, el vicio, los amores frustrados… “Bebía como un salvaje, escribe Baudelaire, bebía como un salvaje, con una energía totalmente americana… como si asesinara”. Esta opinión de Baudelaire opaca la fascinación biográfica y la afición psicoanalítica respecto a Poe, y hacerle ingresar en la poesía simbolista bajo el segundo nombre de su doble, Edgardó, el santo patrono literario de Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé.

Carlos Fuentes termina preguntándose que es lo que los simbolistas descubren y exaltan e imitan en Poe el niño, Poe el cadáver, Poe el borracho, Poe el amurallado, Poe el corazón delator. Y su respuesta es que únicamente, la ecuación de los sentidos, la correspondencia entre todas las cosas.



[i]. A los quince años, el carácter impositivo de William Wilson le permite ganar ascendencia sobre todos sus condiscípulos de escuela, salvo uno: un tal William Wilson. Alguien que, por extraña coincidencia, se llama igual que él y pretende oponerse a su dominio arbitrario sobre los demás. Su insistente antagonismo es extremadamente hiriente por el tono de suficiencia que oculta bajo un aparente aire protector. Sin embargo, nadie advierte esta situación.
Los alumnos de clases superiores tal vez piensan que son hermanos (esa sola insinuación lo exaspera); si así fuera, tendrían que ser gemelos, pues nacieron el mismo día y el mismo año. De hecho, son compañeros inseparables. El rival del protagonista tiene un defecto en los órganos vocales que lo obliga a hablar en un susurro apenas perceptible.
Este inoportuno antagonista se dedica a perfeccionar una imitación del protagonista (que abarca sus palabras, sus acciones, su forma de vestir), de tal modo que su extraño susurro se convierte en el eco mismo de su voz.

No obstante, William Wilson reconoce que si hubiese aceptado aquellos susurrantes consejos, habría sido un hombre mejor y feliz. Posteriormente, tras un terrible altercado con su antagonista, deja la escuela. Huye aterrorizado al comprobar la extraordinaria semejanza entre él y su réplica. Desde entonces, el otro William Wilson, implacable, lo persigue para hacerle oír su susurro acusador en los momentos álgidos de su vida disoluta.

Ingresa a la Universidad de Eton. Durante una orgía secreta en su cuarto (con unos cuantos tragos a su haber), irrumpe un criado para avisarle que lo necesitan con urgencia en la puerta. Cuando sale, distingue en la penumbra a un joven de su misma talla que viste una bata a la moda igual a la suya. No puede ver sus facciones. Se abalanza sobre él y murmura con petulante impaciencia: “—William Wilson”. Su embriaguez se esfuma por encanto ante la repentina desaparición del visitante. Inquieto, no cesa de preguntarse quién era, de dónde venía, qué quería.

Ingresa a Oxford, donde no tarda en familiarizarse con las innobles artes del jugador profesional. No le tiembla la mano cuando despoja de su dinero a su condiscípulo Glendinning, a quien suponía una persona de muchos recursos. En definitiva no lo era y lo deja en la ruina absoluta.
En ese preciso instante aparece el otro Wilson embozado en una capa; el penetrante susurro interrumpe la sesión de juego para denunciar sus malas artes. Una vez desenmascarado, se le invita a abandonar Oxford, y por lo pronto, a dejar la habitación. Le entregan otra capa, idéntica a la suya. Nadie había reparado que ya la tenía en su brazo, lista para ponérsela. Aterrorizado, se la echa encima y abandona el lugar.

Pero huye en vano. El otro Wilson se le aparece esté donde esté; ya sea Viena, París, Berlín o Moscú. Se cruza en su camino para malograr actos o frustrar planes que, de llevarse a cabo, habrían culminado en un perjuicio irreparable.

En Roma, durante el carnaval, cuando está a punto de encontrarse con la bellísima esposa del caduco duque napolitano Di Broglio, una mano se posa en su hombro y a su oído llega el fatídico susurro. Se vuelve hacia él para aferrarse violentamente a su cuello. Tiene un disfraz idéntico al suyo: el de un noble español de capa y espada. Incontenible, lo vapulea y lo obliga a un duelo definitivo en una recámara contigua de las muchas que había en el palacio.
Fuera de sí, le atraviesa el pecho con su espada en repetidas ocasiones. De pronto, le parece ver como en un espejo, su propia figura pálida y ensangrentada. Mas insiste en pensar que es el otro Wilson, aunque idéntico a él hasta en los más mínimos detalles. Finalmente, es Wilson quien habla, aunque hubiera jurado que era él (pues ya ha desaparecido el susurro) cuando dice:

"—Has vencido y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora…, muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías…, y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo! "

Edgar Allan Poe publicó este cuento en 1839. Narrado en primera persona, retoma con fulgurante energía la figura del doble, de larga trayectoria tanto en la tradición popular como en la literatura, para dar vida a la pugna entre el individuo y su conciencia.

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