El sueño de la razón produce monstruos

lunes, 8 de noviembre de 2010

El entierro del Conde de Orgaz



Introito
A partir de 1860, la rehabilitación del Greco está en sus comienzos y alzó su desarrollo con el del arte de vanguardia; comienza a ser aclamado como un pintor moderno y un precursor de los puntos de vista de la vanguardia. Se observan desde entonces dos hechos significativos; el primero es que cada vez son más los pintores de avanzada que se interesan en sus obras; y el segundo es que comienzan a asomar valoraciones de su técnica en sentido moderno; así por ejemplo, Edouard Manet parece que remeda al Greco en su obra Cristo y dos ángeles, o Degas, el impresionista más cercano a Manet, se interesó por El Greco –sólo Renoir, entre los grandes impresionistas, manifestó cierto desdén por Theotocopuli-, o Cézanne que en 1883 realizó una copia de su Dama con armiño. Pero lo único cierto es que la sensibilidad contemporánea entraba en sintonía con la estética del Greco y que la suerte crítica de éste iba a estar ligada al desarrollo del movimiento modernista, porque la influencia del Greco en los impresionistas fue mínima.

Hacía 1900, los admiradores del Greco habían ganado y el menosprecio del pintor estaba en decadencia, acabándolo por situar entre los maestros del pasado por la originalidad de sus recursos técnicos y expresivos y por la capacidad de su pintura por conectar con la sensibilidad y el mundo de ideas de los movimientos de avanzada. Muchos proyectaron sobre él su propia visión del arte y de la vida y crearon, sucesivamente o alternativamente, un Greco decadente y misticista, otro reflejo de los valores de la tierra y la raza castellana (Cossío en el 98), otro precursor del impresionismo, del modernismo o del cubismo, y un Greco, obviamente, protoexpresionista.

Aunque el descubrimiento de El Greco fue una empresa colectiva, un grupo de artistas y literatos españoles difundieron la obra del cretense entre los círculos de vanguardia europeos, actuando como catalizadores entre el artista y la sensibilidad de la época. A la cabeza de ellos se encontraba Ignacio de Zuloaga y Santiago Rusiñol; este último compró en París, hacia 1892-92, dos cuadros del cretense (una Magdalena penitente y un San Pedro arrepentido)y los trasladó a Sitges, en 1894, con motivo de la Tercera Fiesta Modernista, hecho que ha sido visto como el episodio más significativo del proceso de rehabilitación del Greco.

Cuenta Lafuente Ferrari que el interés de Zuloaga por el Greco era tan grande que con 17 años realizó en el Prado una copia de un retrato de caballero del Greco y a partir de ese momento se convirtió en su panegirista más entusiasta. Años más tarde, llegó a realizar un intempestivo viaje a España desde París con el único propósito de contemplar el Entierro del Conde de Orgaz: lo vio a la luz de una antorcha, pues llegado de noche su impaciencia le impidió esperar al día siguiente. Defendió tanto al pintor que en los estudios parisinos era apodado “Le Greco”; su veneración por el cretense le hizo escribir en uno de sus cuadernos de bitácora, “es el dios de la pintura”; su labor de difusión cara a la vanguardia europea continuó siendo impagable; recordemos que fue a través de él como Rilke sintió sus primeros entusiasmos por el Greco.

Con el entusiasmo de Rusiñol, con el ímpetu de Zuloaga y el eco tronante de los modernistas catalanes, he abordado este trabajo para detenerme en el análisis de una de sus obras, el Entierro... de uno de los genios más independientes y rebeldes que el arte nos ha dado.

Doménikos Theotokópoulos
El Greco es el apodo por el que popularmente se conoce a Doménikos Theotokópoulos, uno de los artistas que mejor supo entender y desarrollar el Manierismo. Nació en 1541 en la localidad de Candía, actual Heraklion, capital de la isla de Creta, que en aquel momento era posesión de la Serenísima República de Venecia.

Artísticamente parece probable que se formara en el taller de un pintor de iconos llamado Juan Gripiotis aunque parece tener también contacto con Georgios Klontzas. Doménikos trabajó en las dos vías existentes en la pintura cretense de la segunda mitad del siglo XVI: la tradicional -"alla greca" siguiendo los modelos bizantinos- y la moderna -"alla latina" siguiendo los modelos llegados del Renacimiento italiano-. Trabajando en esa doble dirección, El Greco pronto alcanzó una importante posición entre los pintores cretenses, siendo denominado "maistro" hacia 1563 .

El Greco realizará en Venecia un trabajo de asimilación de la pintura renacentista como podemos observar en sus obras. Brown considera, con buen criterio, que no se formó plenamente en el taller de Tiziano ya que una relación prolongada entre ambos hubiera permitido a Doménikos establecerse en la ciudad y continuar con el taller del anciano pintor, asegurándose un aceptable futuro. Sería más lógico pensar que El Greco reaccionó recogiendo de manera ecléctica lo que le pareció interesante de los diferentes maestros que trabajaban en la Serenísima República: Tiziano, Tintoretto, Veronés, Bassano, Pordenone o Schiavone, interesándose especialmente por el Manierismo.

Tres años después, Doménikos se traslada a Roma, donde estará siete años. Durante el viaje parece casi seguro que se detuvo en Parma, donde estudió las obras de Correggio y Parmigianino. En 1570 está en Roma, contacta con el miniaturista Giulio Clovio, iniciando una estrecha amistad que permitió a Doménikos ingresar en el palacio de uno de los mecenas más importantes de su tiempo: el Cardenal Alejandro Farnesio. En las tertulias que tenía Fulvio Orsini en el Palacio Farnesio acudían eruditos de diversas nacionalidades, entre los que destacaba el español Don Luis de Castilla, joven clérigo, hijo del deán de la catedral de Toledo, cuya estancia en Roma está documentada entre 1571 y 1575, convirtiéndose en amigo y defensor del artista durante toda su vida, hasta el punto que participó como albacea en su testamento.

Hacia 1575 Doménikos empezaría a considerar su marcha a España; en primer lugar, por las posibilidades existentes para trabajar debido a la construcción del Monasterio de El Escorial, en cuya decoración estaban participando pintores romanos como Tibaldi o Zuccaro; en segundo lugar es probable que don Luis de Castilla invitara a su amigo a trasladarse a Toledo, donde podía encontrar también trabajo fácilmente. La suerte está echada para Doménikos; su próximo destino es la Península Ibérica, donde llegaría en 1577 pasando una temporada por la Corte madrileña para después trasladarse a Toledo, donde recibirá sus dos primeros encargos: el Expolio de Cristo y los retablos del convento de Santo Domingo el Antiguo, siendo el cliente en ambos casos la misma persona: don Diego de Castilla, el deán de la catedral toledana y padre de don Luis.

El Greco estableció su hogar en la Ciudad Imperial y ocupó un viejo palacio gótico-mudéjar propiedad de los marqueses de Villena, del que en la actualidad no queda ningún resto. Allí formó su próspero taller, dedicándose a la elaboración de cuadros, diseño de retablos y esculturas. En este taller trabajarán su buen amigo, y posiblemente socio, Preboste, Jorge Manuel, Luis Tristán y Pedro de Orrente, éstos dos últimos durante una temporada. Antón Pizarro, Pedro López y los escultores Miguel González y Giraldo de Merlo también estaban vinculados al taller, incluyéndose entre ellos el grabador flamenco Diego de Astor en 1605.

Los precios cobrados por las obras que realizaba el taller eran elevados para lo que acostumbraban a pagar los españoles, lo que provocó numerosos litigios, como en los casos del Expolio, el Entierro del señor de Orgaz o los retablos del Hospital de la Caridad de Illescas.

Paulatinamente se irá afianzando entre la clientela toledana, de la que recibe sus mejores encargos: entre 1586-1588 el famoso Entierro del señor de Orgaz, diversos retablos para instituciones religiosas tanto de Toledo como de Madrid -el famoso encargo del Colegio de doña María de Aragón que actualmente ocupa el edificio del Senado español- o pueblos limítrofes como Illescas o Talavera la Vieja. Sus figuras se hacen cada vez más estilizadas, en un estilo muy personal con figuras desproporcionadas, colores violentos y vibrantes, fuertes escorzos, que consigue calar profundamente en la mística sociedad toledana.

Algunos especialistas han llegado a especular sobre una posible enfermedad visual como causante de esas deformaciones pero recientes estudios han demostrado que El Greco empleaba ese estilo porque era de su agrado y también del de su clientela. En Toledo fallecerá Doménikos el 7 de abril de 1614 a la edad de 73 años, según consta en la partida de defunción que se encuentra en la parroquia de Santo Tomé -"en siete del falescio Dominico Greco no hizo/ testamento. Recibió los sacramentos. Enterrose en / Santo Domingo el Antiguo, dio velas" (sic)-. Días atrás había otorgado un poder a su hijo para que pudiera hacer testamento en su nombre, indicando que se encuentra "echado en la cama, enfermo de una enfermedad que Dios Nuestro Señor fue servido de me dar y en mi buen seso, juicio y entendimiento natural", nombrando heredero universal de todos sus bienes a Jorge Manuel y figurando entre sus albaceas su buen amigo don Luis de Castilla.

Acerca del entierro del pintor también existen algunas incógnitas. Se sabe que fue enterrado en la iglesia del convento de Santo Domingo el Antiguo en un altar cedido en 1612 por las monjas "para siempre jamás" a cambio de 32.000 reales condonados por un monumento para la Semana Santa y por el compromiso de decorar el altar –para ello realizó la Adoración de los pastores que hoy guarda el Museo del Prado- . A partir de estas noticias existen dos hipótesis: sigue en Santo Domingo enterrado junto a su nuera, Alfonsa de los Morales, cubiertas las tumbas por construcciones posteriores, o en 1618 fueron trasladados su cuerpo y el de su nuera a la iglesia de San Torcuato, cuyas obras estaba dirigiendo Jorge Manuel.

“Architeto”
La crítica prerromántica y las postromántica, intentó convertir al candiota en “nuestro” Miguel Ángel, en el genial cultivador cinquecentesco de las tres grandes disciplinas artísticas: pintura, escultura y arquitectura. Sus contemporáneos Pacheco y Pavicino señalaron que el Greco intervino en obras arquitectónicas de carácter efímero. Estas imputaciones estaban basadas en que su hijo Jorge Manuel, alega como méritos propios, el haber ayudado a su padre en materia de arquitectura y que había colaborado con él en un insigne libro que dejó hecho de arquitectura sobre Vitruvio.

Se le atribuyó la paternidad de una serie de obras de arquitectura en Toledo. Después Cossío y San Roman, espurgando estas atribuciones, demostraron que El Greco no figuraba en las documentaciones de muchos de aquellos proyectos.

El Greco preparó, posiblemente a partir de su llegada a España, un libro de arquitectura, basado en Vitrivio, pero que no incluiría de forma necesaria la traducción del texto latino; era, más bien, o una crítica basada en el contenido vitruviano o una edición crítica, a la manera del libro de Daniele Barbaro, que le permitiera exponer su peculiar interpretación del famosos tratadista.

Según Fernando Marías y Agustín Bustamante creen que la hipótesis de Martín Gónzalez de que el libro del Greco consistiera en un “estudio de toda la arquitectura, conteniendo sugerencias, apreciaciones e ideas sumamente originales” y “no solamente de erudición” creemos que quedará plenamente demostrada. Que el Grego se interesó por la arquitectura es indudable; así lo demuestran los volúmenes dedicados a esta disciplina que poseía en su biblioteca: tres Vitruvios italianos y uno latino, un Vignola “con varios papeles de trazas”, y otro “solo”, dos perspectivas de Barozzi, una de Sirigatti, otra de Barbaro, un Alberti, dos Serlios, un Palladio, un Sirigatti, un Rusconi, un Labacco, un Oroncio Fineo de Aritmética, un Berom de máquinas, dos Antigüedades de Roma, una aritmética de Moya y un “Escurial estampado”, quizá alguno de ellos adquisición del hijo y no del padre.
Pero es curioso señalar que desde más o menos su llegada a España, las arquitecturas desaparecen de sus cuadros y los fondos de sus cuadros en los que aparece la ciudad imperial son más paisajes de reproducciones fieles y “arquitectónicas” de los edificios de Toledo, siempre desnaturalizados, o mejor dicho, “desarquitecturizados”, trastocada su real ubicación y su forma. De su Vista y plano de Toledo, la parte más arquitectónica, el plano, parece ser obra de Jorge Manuel y la vista adolece de inexactitudes y caprichos.

Por otro lado, El Greco aparece en diferentes documentos como “maestro de arquitectura” o con encargos de “pintura, escultura y arquitectura”; esta terminología no prueba su condición de arquitecto en el sentido moderno y preciso de la palabra sino que se limita a sus intervenciones como retablista, “entallador y architeto”, es decir, diseñador de “architecturas” de retablo. A fines del XVI, el término “arquiteto” se dedicaba, en los protocolos notariales y en la calle, aunque no en los círculos culteranos de la corte, al inventor de trazas de retablos. Así pues, el término “arquiteto” y no ARQUITECTO es el que debe acompañar al Greco. El “arquiteto” se preocupa exclusivamente de componer en plano, en superficie, una serie de elementos y motivos arquitectónicos y decorativos, desocupándose de cualquier problema matemático que no sea de proporciones, mientras que el ARQUITECTO trata de resolver cualquier problema: matemático, técnico, de estática, de composiciones de los muros basadas en las relaciones del plano contando con la tercera dimensión y, sobre todo, del espacio.

La carrera del Greco como tracista y constructor de retablos se abre al poco de su llegada a Toledo, en 1577, con los retablos, por ejemplo, de la iglesia de Santo Domingo el Antiguo, y que nada tiene que ver con actividades arquitectónicas tal y como las desempeñó Miguel Ángel, por ejemplo, o las entendemos hoy. Se habla en ellos de “antivitruvinianismo”, esencialmente por el desprecio que el cretense sentía por las proporciones, concepto básico para enjuiciar una obra de arquitectura en el siglo XVI.

Vitruvio, Barbaro y el manuscrito marginal del Greco
Los cuatro ejemplares de su biblioteca de De architectura libri decem , demuestran que el Greco, como todo artista del Cinquecento, sentía especial interés por el texto de Vitruvio Polión. Uno de ellos, es la edición veneciana del patriarca de Aquilea, Daniele Barbaro (Edición de Vitruvio, con comentario de Barbaro), el vitruviano veneciano; este era, con el de Palladio de 1570, el texto arquitectónico por excelencia de la época.

El ejemplar del Vitruvio-Barbaro de la Biblioteca Nacional de Madrid, I dieci libri dell´architettura de Vitruvio con los comentarios de Daniele Barbaro, y sus anotaciones nos dan una buena cantidad de material “literario” del pintor cretense.

El manuscrito del Greco es, en realidad, una serie de anotaciones marginales, garrapateadas por márgenes y zonas en blanco de las páginas del libro, anotaciones a pasajes impresos, tanto de Vitruvio como del comentarista. Ni el libro ni lo manuscrito en él están firmados por Domenico Theotocópuli; pero comparada sus grafías con las de otros textos de puño y letra del pintor, confirman su autoría; además, la lengua empleada por el anotador de nuestro Vitruvio-Barbaro coincide con la de los comentarios al Vasari de 1568, de la Colección de Salas; su lenguaje es una extraña mezcla de italiano (dialecto véneto) y castellano. Una serie de datos demuestran que las anotaciones las escribió el Greco cuando estaba más cerca de los cincuenta que de los sesenta años y que era su intención escribir un libro comentado de Vitruvio. Su libro incluiría ilustraciones (“aquí será puesta una figura”, “dejare laredro de descriverlos pues que yn digusso ho traza que li dica con una hochiada se ve mas presto e se aprende”).

Theotocópuli, al hablar de la pintura, señala que la mayor dificultad es la imitación de los colores, con lo que se consigue el engaño y la ilusión de la realidad; la primacía de la pintura sobre la escultura e incluso sobre el dibujo está fuera de duda; por eso, dice, hay escasez de buenos pintores frente a la gran cantidad de escultores que, aun no siendo más que artistas mediocres, han llegado a realizar figuras perfectas. En cuanto a la arquitectura, aprueba las ideas de Vitruvio y su interés por la arquitectura es el punto de partida en busca de su propia trascendencia, un peldaño más hacia la sabiduría y, en resumidas cuentas, hacia la posibilidad de llegar a ser un hombre universal, un filósofo.

Y así el Greco en sus anotaciones, va comentado ideas y opinando sobre la Luz e iluminación, sobre la imitación de la naturaleza (no sólo del mundo “más universal”, sino también descendiendo a realidades más concretas), sobre El problema de las proporciones, sobre la experiencia sensible y la arquitectura, sobre las indicaciones de los maestros de obras (Vitruvio defiende que deben ser aceptadas; el Greco , no), etc., etc., etc.

El Greco, cuando comenta la visión y el arte de la pintura (aquí parte de las teorías de Vitruvio sobre la decoración pictórica de la arquitectura), defiende la pintura como el único arte que puede contener y dar todo –forma y color- y el único cuyo fin es la imitación total de la realidad; la pintura es modeladora y prudente, capaz de juzgar y elegir lo mejor, de todo lo que atañe a la visión y dice que el ver del pintor es algo inefable en la que intervienen muchas facultades particulares; al ser universal, también la pintura es una ciencia especulativa, racionalizadora y que ayuda a la comprensión de la realidad. La mimesis es el verdadero fin de la pintura y la visión, su camino; la visión proporciona al pintor el sentido de las proporciones, algo que nunca se alcanzaría a través de las matemáticas.

Y ya, para terminar este epígrafe, diré que aunque el cretense guarde silencio sobre la identificación de la pintura irreal y las fantasías oníricas, el concepto que presenta el Greco sobre la Pintura, con mayúscula, es importante. Pintar es imitación de lo visual –forma y color- y, por lo tanto, imitación de todo, incluso de la oscuridad; es universal y llega a ser especulativa, científica, una actividad investigadora de la realidad. La Pintura es representación de lo visual (subjetiva), no tanto de los objetos reales sino tal como aparecen en la visión personal e individual: una visión, una forma de ver la realidad intransferible y que se basa, también, en las ideas innatas del artista. Si Miguel Ángel pretendía pintar col cervello más que colla mano y juzgar con los ojos, el Greco pretendió pintar y juzgar con la vista, con los sentidos.

El cuadro
La anécdota histórica de una obra universal
El Greco realizó El entierro del conde de Orgaz por encargo de Andrés Núñez, párroco de Santo Tomé, de Toledo. Esta singular obra fue pintada en 1586, nada menos que más 250 años después del entierro del conde en la iglesia toledana. Según la leyenda, cuando el cuerpo del conde iba a ser enterrado, se produjo un milagro: san Estebán y san Agustín bajaron del cielo para hacerlo. El Greco situó en la escena a diversos personajes de la época: nobles toledanos, el párroco Andrés Núñez, su hijo Jorge, el rey Felipe II y, tal vez, hasta un posible autorretrato suyo. Es la única obra de El Greco que sigue estando exactamente en el lugar para el que fue pintada.

La inscripción en latín que cuenta el milagro y que está bajo la obra de El Greco se encargó a Alvar Gómez de Castro , gran conocedor de la cultura griega y latina, quien valoró aquel milagro como un hecho histórico. La obra del Greco sería la concreción en imágenes del texto de este humanista, así que una vez más El Greco convierte en imágenes las palabras. Según Schroth (1984) la parte superior de la obra que en contrato sólo decía “tener que hacer un cielo abierto de gloria”, sería la representación de un texto que se lee en los funerales: “que los ángeles te conduzcan al Paraíso y a tu llegada te reciban los mártires y te guíen a la ciudad santa de Jerusalén. Recíbate el coro de los ángeles y tengas descanso eterno al lado de Lázaro, el antes pobre”.

Esta obra es un auténtico alegato contrarreformista, pues no sólo se exalta la virtud de la caridad (las limosnas) como medio para la salvación, sino también el culto a los santos, intercesores ante Dios por los hombres, temas cuestionados por los protestantes (“tal galardón recibe quien a dios y a sus santos sirve”, dicen san Esteban y san Agustín al enterrar al muerto).

Principales principios compositivos
“Rememoro tantas cosas de aquellos años: Aquel día en el que comenzó la gigantesca tela, me parecía a mi, donde pintó el Entierro del Señor de Orgaz. Había fijado en los laterales del cuadro, papeles con bosquejos en mineral, tinta o carbón, y como hacía siempre al comenzar el dibujo de un trabajo, midió con el cordón un largo y un ancho, lo dobló por sus mitades y trazó las correspondientes medianas, dejando dividido el lienzo en cuatro cuarterones.

Estas han de ser, perpetuamente, las guías que te llevarán a un buen encaje de la escena que vas a representar. En todo momento procurarás conseguir el equilibrio, como si de una balanza de cuatro platos se tratara, de estas cuatro partes, individuales entre sí pero formando, juntas, la unidad de composición.

[...] Mientras hablábamos, iba tomando bosquejos de las partes y trazando volúmenes como en figuras geométricas, subido en una escalera de tarima, [...]. Has hecho una aguda comparación, porque cada una de las cuatro partes podrán ser obras por sí solas, pero juntas pasarán a ser la unidad.[...]. Y así le iba observando como en el centro de la cruz situó al ángel subiendo al cielo el alma del muerto. Bajo la raya horizontal la escena del enterramiento en nuestra parroquia, con el cura leyendo el responso, el sacristán de crucero y el coadjutor contestando a los misereres. Al señor de Orgaz le enterraban San Esteban y San Agustín; y todo el acompañamiento contemplaba la escena en un friso de cabezas, delimitando la mitad de debajo de la división como una obra emancipada del resto.

El cielo regido por el Jesucristo en la raya vertical como eje y parte más alta del cuadro, pues por arriba no es recto, si no recortado en un arco de medio punto. Más debajo de él y en cada uno de los dos cuarterones superiores, La Virgen María y San Juan el Bautista como adorando al Dios Hijo; y detrás de ambos, equilibrando los cuerpos, entre masas de nubes: San Pedro con las llaves de las puertas del cielo; y Noé con Salomón y con el Rey David representando al Antiguo Testamento a la siniestra. Y a la diestra: los apóstoles, evangelistas, obispos, papas y todos los que habitan el Paraíso. Allí colocó también al Rey Felipe. Le puso en la Gloria entre todos los santos para hacerle una gracia con la premonición de su salvación. Conocía la religiosidad del Rey y lo supersticioso de su carácter, amigo de profetas, vates y adivinos, ofuscado permanentemente por la salvación de su alma.”
(Serrano Pintado, Mariano, Mi padre El greco. Jorge Manuel Theotocopuli. Toledo, Azacanes, 1999, págs. 138-139)

Las medidas del cuadro van en función de las del nicho que ha de ocupar en la nueva capilla que el párroco don Andrés Núñez manda reconstruir en el siglo XVI. Por tanto las proporciones métricas de la arquitectura están presentes en la obra pictórica.

El equilibrio y el enlace interno de la composición se percibe con claridad por los contrastes. Los dos factores entierro y acompañamiento se perciben a primera vista como un todo indisoluble contrastando las suaves curvas de los santos inclinados y del cadáver que sostienen horizontalmente, con el paralelismo vertical del cortejo. Tanto como los espléndidos ornamentos de oro y sedas y la acerada armadura del conde, con el blanco gris y negro de sobrepellices hábitos y ropillas.

El cortejo a su vez ofrece tres partes. En el fondo los caballeros, de rizadas lechuguillas y cruces rojas de santiago; eran devotos ciudadanos cuyo recogimiento y afición a las misas y sermones convertían de continuo a Toledo en semana santa. A la derecha, la aristocrática y fastuosa clerecía; y a la izquierda los frailes y clérigos –un franciscano, un agustino y un dominico-. Hay que hacer notar que a este sistema de compensaciones paralelamente contrastadas responde toda la composición.

El equilibrio entre san Agustín y san Esteban enlazados por la figura del conde se repiten entre los dos sacerdotes y los dos frailes, encadenados a su vez por la línea de caballeros. Sobre el apiñado fondo de las figuras de segundo plano resaltan las pocas que llenan el espacio de delante. En este espacio se acumula todo el color que hay en el lienzo mientras el segundo plano se compone sólo de negro y de blanco. Aparecen varias manos colocadas en los sitios más visibles como alardes de difíciles escorzos y la manos de en medio, sobre todo, en el centro preciso del círculo que forman, con sus troncos y cabezas, los santos y el conde, es más que un alarde un esfuerzo arrojado, casi demente de audaz extravagancia naturalista.

Al fondo más oscuro corresponde, justo en el centro de la composición, la nota más rica del cuadro, es decir, las áureas vestiduras de los santos y el brillante arnés del caballero; en tanto que a los extremos el gris del capuchino se halla compensado paralelamente por la apagada tira carminosa del pluvial de réquiem y por la enorme sobrepelliz blanca que deja transparentar el negro de la sotana. Cabe destacar que la altura del franciscano es idéntica al clérigo de la sobrepelliz y la del fraile agustino viene a ser idéntica a la del oficiante lo que genera una simetría por compensación.

Con el ensimismado franciscano contrasta el oficiante abstraído en su lectura; la expresión de asombro del coadjutor contrasta con el semblante expresivo del agustino. Y por los extremos , en el friso de cabezas se da una correspondencia entre los dos eclesiásticos de barba blanca, que han sido identificados por algunos por los hermanos Covarrubias, hijos del insigne arquitecto del alcázar; uno don Antonio de Covarrubias, maestrescuela de la catedral, asistente ilustre en Trento y jurisconsulto de Felipe II; Cossío observa en él la típica expresión del sordo, pues lo era en grado muy avanzado; el otro parece ser don Diego de Covarrubias su hermano.

Pero el contraste capital, el más violento, es el que ofrecen entre sí las dos partes del cuadro, la alta y la baja, la celestial y la terrena, separadas por las cabezas con actitudes y movimiento hacia las tres direcciones del espacio, auténticos retratos individualizados rompiendo de ese modo con la rectilínea uniformidad.

La escena ocurre así en un espacio indeterminado en que las esferas terrenal y celeste se funden y el prodigio es traído a primer plano a fin de crear la sensación de que el cuerpo de don Gonzalo va a ser depositado realmente en el sepulcro pintado al fresco que iba a estar situado bajo el lienzo.

La parte superior del lienzo gobernada por un triángulo que rige el grupo principal y una serie de elipsoides que albergan a los santos, nos da un sabio sentido de la geometría. El greco aprovechó la libertad que le había dejado Núñez en cuanto a la representación de la gloria para figurar en ella la recepción y juicio del alma del señor de Orgaz, que, representada como una especie de ectoplasma es conducida velozmente hacia el cielo por un ángel muy escorzado. Allí la espera Cristo juez rodeado por todos los santos y con la virgen y San Juan a sus pies actuando como intercesores. A su alrededor se disponen con las nubes como trono, santos del viejo y del nuevo testamento. A la izquierda, en un cubículo elipsoidal aparecen David, Moisés y Noe y cercano a Cristo, San Pedro con las llaves, etc.

La esfera terrenal
La escena ocurre en un espacio indeterminado en el que las esferas terrenal y celeste se funden sin solución de continuidad y el prodigio es traído a un primerísimo plano a fin de crear la sensación de que el cuerpo de don Gonzalo va ser depositado “realmente” en el sepulcro pintado al fresco que iba a estar situado bajo el lienzo.

Empezaré por su hijo Jorge Manuel, situado en el margen izquierdo del cuadro, para que con su delgada y aristocrática mano, tan característica del Greco, dirija nuestra mirada hacia la figura principal; con sus ojos fijos y perplejos, cumple el niño, de nueve años, el encargo de llamar nuestra atención, función apelativa del lenguaje pictórico, mientras que la otra mano sujeta, con un giro italianizante, la enorme antorcha. Él es el personaje elegido para llevar la firma del padre escrita sobre un pañuelo doblado que asoma del bolsillo lateral y sobre el que se lee en griego doménikos theotokópolis epoíei (=D. Th. lo hizo), seguido de la fecha de 1578, que a juicio de Neumeyer, A., citado en la bibliografía, y a quien seguiremos en este apartado del trabajo, no representa la fecha de la realización del cuadro, sino la fecha de nacimiento de su hijo. Cossío, en cambio, duda de esa afirmación. El Greco firmó siempre en griego, siguiendo así la tradición de los madonneri (pintores de Madonas) cretenses instalados en Venecia.

La figura opuesta está cortada por el margen inferior del cuadro de manera que no se puedan ver los pies de los representados en la parte inferior. Los datos sobre el lugar no son concretos; en cambio la escena del entierro aparece bañada por la luz fría de una luna otoñal, inspirada quizás por el recuerdo del cielo negro de los iconos cretenses de la Muerte de María.

La llamada de atención del niño a los espectadores, conocedores de la leyenda, es también una exhortación a que seamos conscientes de ese hecho maravilloso y único. El joven san Esteban, identificado por la escena de la lapidación del bordado de la dalmática, y el anciano san Agustín, obispo de Hippona, han descendido de la Gloria para depositar en su tumba, ante los testigos reunidos, a don Gonzalo Ruiz, Conde de Orgaz. Predominan aquí las supremas y más delicadas tonalidades del oro, blanco y rojo junto a dos clases de negro, mientras que los colores de los bordados, con los violetas, verde claro y azul claro representan las posibilidades artísticas más refinadas de su paleta.

Aquí se inclinan aproximándose las formas arqueadas más suaves, aquí alcanzan los rostros su máxima individualidad. Y es aquí donde el espectador contempla algo inesperado en el Greco: una pintura realizada con la mayor alegría sensorial y el mayor refinamiento sensorial, que parecen tener su origen más en Venecia que en Creta o España. En las figuras de los brocados de ambos ropajes destacan los detalles que nos traen a la memoria el hecho de que el Greco de joven trabajó en Roma con el pintor miniaturista Giulio Clovio: No podemos apartar nuestra mirada de la reluciente armadura guarnecida con oro, o cuando nos detenemos ante la patética confrontación de la hermosa cabeza oval del joven y el rostro sabio y afligido del anciano; no es la fuerza física la que destaca; sólo aparece una mano, y los Santos sostienen al difunto con su pesada armadura sin esfuerzo, como una pluma; por si fuera poco, entre las cabezas inclinadas de los asistentes existía un espacio negro que inspiró al Greco a introducir allí una mano gesticulante, de finas articulaciones, que surge de su puño de encajes como una figura danzarina,; su carnación viva contrasta con la palidez del muerto; así pues, realismo hecho fábula e inundado de espiritualidad.

A la derecha del conde, sobre el sacerdote ayudante vestido con roquete transparente y que aparece mirando hacia arriba, se abre, como al único personaje del duelo, el impresionante espectáculo celestial. Nosotros lo contemplamos simultáneamente; el paje nos remite a la zona terrenal, donde se produce el milagro con toda intensidad, pero el sacerdote vuelto de espaldas nos conduce hacia el mundo celestial, separado formalmente, al que asciende el alma del difunto; otros asistentes miran al cielo, pero de modo indefinido, y en su conjunto la densa pared de figuras da la espalda a la zona celestial.

Esta dualidad de región celestial y región terrenal aparece a menudo en el Renacimiento como motivo compositivo. En la zona inferior todo se concentra en una estrecha franja; en la mitad superior y más grande, flotan los velos de las nubes por la inmensidad de un espacio en el que parecen diluirse poco a poco las figuras más lejanas. En la zona inferior reinan la magnificencia y la solemnidad mantenidas en tonalidades negras y doradas, como exaltando el mundo sensible, lleno de maravillas. En la superior, reinan, en cambio, el azul y el amarillo sulfuroso que pasando por el gris culmina en la luz blanca suprema del Redentor.

Junto al sacerdote visionario vestido con el roquete transparente, de blancura pálida, aparece en semiperfil un religioso que lee el oficio de difuntos; en el lado opuesto, la figura vista de perfil, de un franciscano; así ambos lados quedan enfatizados por figuras simétricas que continúan hasta el margen del cuadro. La cabeza del sacerdote, un retrato de don Andrés Núñez, que está pintada es profundamente realista, como la del acólito que aparece a su lado llevando la cruz procesional.
En la parte inferior se ordena el zócalo de los testigos oculares; encontramos, en equilibrio sutil y no en simetría mecánica, monjes y acólitos, letrados con cuello liso y blanco, y sobre todo, a los patricios de la ciudad con traje negro y golilla de encaje. Las figuras actúan como unidad, pero son tan variadas que conservan la diferenciación formal y psicológica.

En la parte central el grupo se dispone en dos filas, y su peso aumenta donde la mitra de san Agustín desviaría demasiado nuestra mirada a la izquierda; aquí, como en las antorchas, el equilibrio vuelve a estar sopesado. La viveza de estas cabezas de carácter español, de sangre árabe, judía e ibérica, nos habla a través de labios cerrados, fruto de una sociedad cultiva, esos rostros de golillas plisadas; algunas manos preciosamente gesticulantes aletean ante el negro de los ropajes, rompiendo la inmovilidad de las figuras. Tres caballeros pertenecen a la Orden de Santiago, como lo atestiguan las rojas cruces flordelisadas sobre sus jubones. En cuando a la identificación de los personajes, se ha supuesto que el fino e inteligente rostro barbado que, en el lado izquierdo, mira de una manera directa al contemplador, por encima de la mano alzada del personaje gesticulante de la barba en punta, es el autorretrato del artista; la única cabeza de perfil del lado derecho representa, según una tradición antigua, a don Antonio de Covarrubias, profesor de la universidad de Toledo y amigo del pintor; está basada en el retrato del museo de Toledo; vestido con el ropaje de notario, sin golilla, contempla con mirada objetiva, velada por pesados párpados, la escena milagrosa; en todo caso, los quince testigos principales de la fila frontal son contemporáneos toledanos. Aquí se inicia una pintura retratista típicamente española por la forma y el contenido, que alcanza su esplendor con Zurbarán y Velásquez.

La esfera celeste
En la parte superior, percibida sólo por el sacerdote y a través de él por nosotros, se abre la inmensidad del cielo, un mundo fluctuante y agitado, desgarrado entre velos de nubes iluminados por la luna, hacia el que se eleva el alma del difunto.

Exactamente, en el eje sobre los pálidos labios del conde, el alma, como una nube con cuerpo de niño, asciende sostenida por un ángel hacia las cumbres níveas de la pirámide del cielo, hacia el Juez de las almas y los universos.

El Greco siguió una tradición de la iglesia bizantina y occidental al dar al alma liberada forma de niño; esta transformación en una figura de velos traslúcidos que se confunden con las nubes es una invención suya con la que nos muestra la desmaterialización del cuerpo.; la silueta del alma parece estrecharse hacia arriba, y en su ascensión pasa a duras penas entre la túnica de la Virgen y el borde opuesto de las nubes iluminadas, y se contrapone a la inmovilidad corpórea del mundo terrenal, reinando el pneuma, el hálito espiritual.

Aquí aparece una forma geométrica, la “pirámide celestial” en forma de María, San Juan Bautista (contrapuestos) y Cristo; se trata de un triangulo isósceles, en el que el vértice, la figura de Cristo, está más alejado en el espacio, y es así de menor tamaño; la forma geométrica, ligeramente desviada a la derecha del centro del borde inferior del cuadro, no es representada ya en el plano, como en el siglo XV, sino en la profundidad del espacio; junto a ella predominan los elipsoides que en forma de nubes dan a la infinidad su sugestiva transparencia. Esta invención, típica del Greco, la determina el semicírculo del límite superior del cuadro y constituye un arco convertido en proyectil, forma primitiva del Greco de origen cretense-bizantino. Aquí se produce una reducción de las figuras y esa compresión de los grupos en haces de energía aparece por primera vez en Miguel Ángel en la Capilla Sixtina; Tintoretto la tomó del Juicio Final para sus tempestuosos dramas celestiales de donde parece que la tomó entre 1565-1569 en Venecia.

En general, la realización de la zona del cielo revela las distintas corrientes de inspiración como es gusto renacentista clásico, que darán posteriormente paso a un ordenamiento asimétrico de formas flamígeras; descubrimos en el angelote abierto de piernas sobre la nube, una evocación directa del Niño Jesús de la Madonna della Tenda de Rafael, y en el joven desnudo del margen derecho, rasgos del Laocoonte que el Greco conoció en Roma; estas influencias, acompañadas de una experiencia de lo súbito y violento en el espacio y en el cambio de las proporciones con un tratamiento de la nuevo de la luz y el resplandor de los colores, se ven también en la nueva disposición de los miembros en ángulos agudos, que destaca especialmente en el San Juan Bautista. En el núcleo luminoso de las nubes del lado izquierdo, brillan el rey David con la lira, y a su lado Moisés con las tablas de la ley, y Noé con el arca. Opuesto a los tres representantes del Antiguo Testamento se reconoce en el laocootiano joven desnudo a Job o a Lázaro acompañado de dos figuras femeninas, identificada como María Magdalena a la que sostiene el ungüentario.

En la mitad superior izquierda, San Pedro deja colgar con elegancia las gigantescas llaves sobre una nube de ángeles; frente a él aparece el grupo de los bienaventurados, entre los que se reconocen San Andrés con la escuadra y a Felipe II con ojos protuberantes, un tributo al rey que no supo apreciar su arte. Los ropajes azules, rojos y amarillos de los santos resultan desmaterializados, como bañados por la luz de la luna. También los rostros participan de una cierta deformación de origen bizantino cretense; los rasgos alargados espiritualizados son bizantinos y los contornos de las figuras se presentan como líneas abstractas.

Todas las miradas se dirigen hacia arriba, hacia la fuente luminosa del cielo, hacia la figura divina envuelta en el sudario blanco; es la llama sobre la vela; en ella se desarrolla, a través de los brazos monumentalmente ampliados de Cristo, la pirámide espacial y en ella confluyen todas las corrientes de movimiento; a su encuentro acude el alma del Conde de Orgaz. Luz y movimiento son las dos cualidades en que basa el Greco la expresión del reino celestial.

El Entierro del Greco, a sus 45 años constituye un hito; la tradición y el progreso parecen estar en el fiel de la balanza; de Venecia, toma la magnificiencia de la materia pictórica; en los retratos aparece la “hispanidad” con toda su dignidad y fragilidad contenidas; en el cielo abierto se funde el legado cretense con los rasgos más avanzados de la pintura del siglo XVI. Extraño y patético al mismo tiempo, contenido y turbulento, realista y visionario, el Entierro del Conde de Orgaz ocupa un sitio junto a Don Quijote de Cervantes, de la misma época aproximadamente; en ambas obras maestras del arte universal, el dolor del mundo es trascendido por la fuerza creativa del hombre.

Significado
Sin el San Maurico, faltaría en la obra del Greco el eslabón para llegar razonadamente al Entierro del conde de Orgaz, el ejemplar más significativo, original y perfecto que el artista creó. Sorprende por la conjunción mística, su exaltado idealismo, su ambiente local, su dinamismo y la sobriedad de sus frías entonaciones. Esta pintura refleja el espíritu de la raza, la tristeza y la dignidad regionales y representa como el Quijote, que por aquellos lugares se componía, la protesta contra todo lo falso y vulgar manierismo suponiendo el retorno a la inagotable poesía de la vida diaria pero a través del ensueño.

Cossío, Manuel Bartolomé, El Entierro y el Quijote en El Greco. Madrid, Espasa- Calpe, 1981, pág. 114, defiende que El Entierro es un documento pictórico tan expresivo y fehaciente para reconstruir el pasado de nuestro pueblo, como lo son los ejemplos más significativos del romancero, el teatro y la novela.

Si el libro de Cervantes es la más acertada expresión literaria para conocer a fondo el genio peculiar de nuestra raza, del que se desprende un sentido humano universal, el Entierro es la pintura que más adecuadamente responde al mismo fin; y si el Quijote concluye con los artificiosos y desbaratados libros de caballería centrándose en la narración, sencilla y humorística, de las costumbres llegando a la cima más gloriosa que jamás alcanzaron los altisonantes poemas épicos de su tiempo, del mismo modo el íntimo, familiar y espiritual realismo del Entierro fue no sólo la protesta más clara y precursora contra las falsas, enfáticas y pomposas composiciones manieristas postmiguelangelescas, verdaderos libros de caballería de la pintura.

Concluye Cossío que en la llanura castellana se engendran, a la vista una de otra, la novela y el cuadro, las dos más originales conjunciones de idealismo y realismo que el arte español ha producido.

El Entierro, es cierto, no puede alcanzar la trascendencia universal de las grandes producciones literarias con él comparables, pero su límites de expresión exceden de la mera contemporaneidad, y alcanzan lo esencial de aquellos rasgos cotidianos, genuinos y persistentes del tipo español de todas las épocas que magníficamente El Greco traduce al color y al dibujo.

Esos rasgos permanentes del tipo español están formados, en Castilla y Andalucía, por hombres cetrinos, enjutos y angulosos; secos y duros de cuerpo y de espíritu, como las llanuras áridas y las sierras graníticas en que viven; más intelectuales e imaginativos, más agudos e ingeniosos que accesibles a la razón y al sentimiento; de nobles y dignas maneras, de aspecto contemplativo e indiferente; exagerados, ampulosos y retorcidos en el pensar y el decir; impulsivos y violentos en el hacer, como la marcha torrencial de sus ríos; concentrados en el reposo; agrios y descompuestos en la expresión y el movimiento, marcados por un rictus de humorística tristeza, a veces bulliciosa, a veces de desenfrenada alegría, pero carente de un verdadero saber gozar de la vida, del aquí y del ahora.

Lo poco que se puede percibir de todo aquello, en el Entierro queda reflejado: semblantes pálidos de tez morena, con ligerísima y fría transparencia carminosa; cuerpos descarnados; ademanes recogidos; expresiones sobrias; dignos continentes; ojos negros, punzantes, donde asoma un espíritu agresivo, propenso a dispararse con violencia; y la obligada atmósfera de serena tristura penetrando la escena.

Triste es, en general, toda la pintura española, como el carácter de la raza, dice Cossío, ibídem. Raros chispazos de la exuberante y sana alegría del Renacimiento, ¡Carpe diem!, brillarán en nuestras pinturas, o de la saludable satisfacción de vivir que rebosa en las escuelas flamencas y holandesas, ni muchos menos de esa encantadora nota joyeuse , que recorre todo el arte de Francia desde las risueñas esculturas de sus iglesias medievales. Cossío considera el Entierro del conde de Orgaz, por su fondo y su forma, como el prototipo de esa corriente, siempre triste y melancólica, muchas veces fúnebre, que atraviesa todo el arte español, sin haberse agotado todavía.

Sin embargo, lo que no tiene el Entierro, ni ninguna otra de las composiciones españolas del Greco, es el clásico humorismo de la raza y de la literatura castellanas, puesto de manifiesto en sus grandes pintores. Fueron humoristas, fino e intencionado Velázquez, en retratos, bufones, poetas, borrachos y asuntos mitológicos; cándido e ingenuo, Murillo, en pordioseros, pilluelos y piojosos; lúgubre, Valdés Leal, en su Triunfo de la muerte y su Fin de las glorias de este mundo; brutal y sangriento, Goya , dondequiera que puso la mano. El Greco, como Ribera y Zurbarán, no tocó esa cuerda; los tres concibieron siempre y solamente en serio sus representaciones; y, a la ironía humorística, opuso el cretense la honda intensidad contemplativa, que llega a dar a algunas de sus figuras aire de enajenados. Al apartarse de la intencionada novela picaresca, cae el entierro del conde de Orgaz en la psicología ardiente y conceptuosa, pero sobre todo austera, de la mística española del siglo XVI, en medio de la cual se fraguaba.

El idealismo y el apocalíptico humanismo que El Greco aceptara de Italia, se contagió, al llegar a Castilla del humanismo nacional, más horaciano, apacible y familiar, de fray Luis de León, y por el misticismo español de Juan de Ávila, de Santa Teresa de Jesús o de San Juan de la Cruz, siempre ardoroso, sutil e intelectualista, pero también contemplativo y recogido, preocupado constantemente por el premio o castigo ultraterrenos. Y esta mística, naturalista y ascética, unida a los anteriores caracteres, es el fondo del Entierro, espontáneo o reflexivo, que más da, pero propio del espíritu del tiempo y de la raza.

Y esta mística castellana, desde el fúnebre argumento puramente local, sin importancia para nadie, ni en sitio alguno, salvo en Toledo, hasta el lóbrego fondo perdido que no alcanzan a iluminar las hachas encendidas, todo es recogido, familiar, serio, triste; todo mira hacia dentro; todo es esencialmente contemplativo; y el cadáver, santos, monjes, clérigos y caballeros, todos parecen encerrados en su Castillo Interior y en él deleitándose.

Y llegados aquí no quiero dejar de citar dos estrofas de Noche oscura del alma de San Juan de la Cruz:
En una noche oscura,
Con ansias en amores inflamada,
¡Oh dichosa ventura!
Salí sin ser notada,
Estando ya mi casa sosegada.
¡Oh noche que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
Amado con amada
amada en el Amado transformada!.

(San Juan de la Cruz, Poesía, Edición de Domingo Ynduráin. Cátedra, 1988).

El Greco, ni pintor extravagante, ni místico decadente, fue un intérprete profundo de su época y de su país de adopción; su potencia y la verdad de su interpretación de la realidad española, no procede, como han apuntado algunos críticos, ni de su misticismo ni de su identificación con la espiritualidad castellana sino, por el contrario, del distanciamiento y de una cierta ansia de objetividad.

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