Según BERNÁRDEZ RODAL, Asunción, la
distinción más básica y con mayor consenso es la que se refiere al uso de las
palabras sexo y género.
Sexo: se usa generalmente para aludir a
las diferencias biológicas relacionadas con la reproducción y otros rasgos
físicos y fisiológicos entre los seres humanos. El sexo, como parámetro para crear categorías, distingue entre hombres y mujeres o entre machos y hembras de la especie humana.
Género: por el contrario, se refiere a
las características que socialmente se atribuyen a las personas de uno u otro
sexo. Los atributos de género son,
pues, femeninos y masculinos, a
saber:
a) Se
consideran atributos femeninos la
delicadeza en los comportamientos, la no violencia, la inclinación por las
tareas domésticas y manuales, la menor capacidad de abstracción, la belleza.
b) Se
consideran masculinos, por oposición,
la brusquedad en las actuaciones, la violencia, el egoísmo, la competitividad,
una mayor capacidad de abstracción, la fealdad.
Esta
distinción pone de manifiesto que una cosa es el sexo, las diferencias biológicas dadas y otra el género, esto es, la significación que
culturalmente se asigna a esas diferencias. (JARAMILLO, Isabel Cristina, 2000,
ibídem, págs. 29 y ss.).
Parece
necesario establecer distinciones entre sexo
y género. El sexo corresponde a
un hecho biológico, producto de la diferenciación sexual de la especie humana,
que implica un proceso complejo con distintos niveles, que no siempre coinciden
entre sí, y que son denominados por la biología y la medicina como sexo
cromosómico, gonadal[1],
hormonal, anatómico y fisiológico. A la significación social que se hace de los
mismos se la denomina género. Por lo
tanto las diferencias anatómicas y fisiológicas entre hombres y mujeres que
derivan de este proceso, pueden y deben distinguirse de las atribuciones que la
sociedad establece para cada uno de los sexos individualmente constituidos.
Algunas de sus
principales características y dimensiones del paradima de género son:
1ª) es una
construcción social e histórica, por lo que puede variar de una sociedad a otra
y de una época a otra;
2ª) es una
relación social porque descubre las normas que determinan las relaciones entre
mujeres y hombres;
3ª) es una relación de poder porque nos remite al carácter cualitativo de esas relaciones;
4ª) es una
relación asimétrica; si bien las relaciones entre mujeres y hombres admiten
distintas posibilidades: dominación masculina, dominación femenina o relaciones
igualitarias. Sin embargo, generalmente éstas se configuran como relaciones de
dominación masculina y subordinación femenina;
5ª) es acaparadora
porque no se refiere solamente a las relaciones entre los sexos, sino que alude
también a otros procesos que se dan en una sociedad: instituciones, símbolos,
identidades, sistemas económicos y políticos, etc.;
6ª) es transversal porque no están aisladas, sino que atraviesan todo el entramado social, articulándose con otros factores como la edad, estado civil, educación, etnia, clase social, etc.;
7ª) es una
propuesta de inclusión ética porque las problemáticas que se derivan de las
relaciones de género sólo podrán
encontrar resolución en tanto incluyan cambios en las mujeres y también en los hombres;
8ª) es una búsqueda de una equidad que sólo será posible si las mujeres conquistan el ejercicio del poder en su sentido más amplio: como poder crear, poder saber, poder dirigir, poder disfrutar, poder elegir, ser elegida, etcétera...
La literatura feminista ha señalado
enfáticamente la relación que existe entre biología (sexo) y cultura (género) y viceversa. Es decir, que las
prácticas culturales inciden en el discurso de la biología y, sobre todo, las
más que probables influencias de la biología (sexo) en las configuraciones culturales (género). Como por ejemplo el caso de la reproducción. El que las
mujeres sean reproductoras es un hecho biológico que ha determinado ciertas
prácticas culturales. Las mujeres han sido y siguen siendo las encargadas
principales del cuidado y la crianza de los niños.
Sin
embargo, este hecho biológico se ha modificado profundamente con la
introducción de las tecnologías de planificación y procreación artificial. Hoy
no todas las mujeres son reproductoras y es posible que pronto no se necesite
de una mujer para la reproducción de la especie. Tan es así que muchas
feministas alertan a las mujeres sobre los peligros que la tecnología
representa para la capacidad femenina de la reproducción.
La
distinción entre sexo y género no es
dada por la naturaleza sino construida, producto de teorías y debates. Se ha
constatado que el tratamiento que un individuo recibe socialmente de la
percepción que socialmente se tiene de él está en función de su sexo. Por eso se llega a la conclusión
que lo importante no es el sexo, sino
el género.
Además
distinguir entre sexo y género se
mostró muy eficaz frente a las teorías socio-biológicas pues reducían los
comportamientos de hombres y mujeres a variables biológicas, como si la
biología fuera un factor determinante, un fatum
irremediable.
Políticamente,
diferenciar entre sexo y género
resultó un arma clave para socavar el conservadurismo de los defensores de las
teorías socio-biologicistas. La lucha entre sexos
(entre hombres y mujeres) se transforma en una lucha contra el género (de hombres y mujeres). Al
introducir el género como estructura
social, los hombres de carne y hueso dejan de ser atacados en su generalidad,
así como las mujeres de carne y hueso dejaron de ser siempre las víctimas.
Simone de Beauvoir y la
negación de la diferencia.
Un
aspecto importante del género nos conduce a la dimensión social de la
existencia y de la experiencia humana, a ese “tener que demostrar” lo que somos
en tanto que seres en constante relación e interdependencia con los demás, con
los otros.
Estos “otros” toman la forma de otro,
(el Otro, diría Lacan), otro, la masculinidad, que conoce a las mujeres, y en
el caso de la feminidad, otro que conoce a los hombres. Cada uno de los géneros
tiene que mostrarse y definirse de forma visible y cognoscible para el otro,
con el objeto de que el otro averigüe si constituimos una forma aceptable o
adecuada o suficiente del modo de ser masculino o femenino.
En juego está el entrar o no, o en qué
forma se entra en una relación, en cualquier relación: de amor, de amistad, de
trabajo, de poder…; es decir, mostrar nuestra manera de ser parte de una
comunidad patriarcal, de relacionarnos con y en lo social según las facetas
establecidas por el sistema del patriarcado.
Esta dimensión social de la feminidad
es a la que se refiere Simone de Beauvoir,
en su obra Segundo sexo, cuando
afirma: “No se nace mujer, llega una a
serlo”. La feminidad no es una esencia sino un proceso o un trayecto como
sugiere Freud (1925 y 1931) con sus
estudios sobre la sexualidad femenina y su teorización del complejo de Edipo, un “llegar a ser” propiciado o impuesto o
determinado por un conjunto de técnicas sociales.
En
la segunda parte de El segundo sexo[1],
describe las formas de violencia simbólica que ejerce el patriarcalismo sobre
las mujeres cuando, en relación al enamoramiento, al amor conyugal y a la
maternidad, invoca a falsas y bellas imágenes que condenan a la mujer a la
inmanencia.
La mujer, en lugar de volcarse a la
acción y con ella transformar la realidad, lo que sería una verdadera
trascendencia, prefiere convertirse en un objeto sublime (bello, diría Kant)
influida por las imágenes simbólicas de la cultura. De modo que opta por
sentirse merecedora de un gran amor, a ser un verdadero sujeto activo y
creador.
La enamorada, la narcisista y la
mística tienen en común que eligen “la ilusión de ser amadas”, y así salvarse
por el amor de un ser supuestamente superior (ya sea el padre o el hijo, la
opinión de los demás o Dios). Renuncian a ser las protagonistas de su propio
destino y de su propio proyecto personal; prefieren ser objeto de adoración a
ser verdaderos sujetos.
Los mitos patriarcales contra las
mujeres como la sobreprotección, la dulzura o la santidad, atribuidas por el
patriarcado a la feminidad, son desmitificadas por Simone de Beauvoir al considerarlas mentiras opresoras que ahogan
la vida y la verdadera dicha en el amor, la pareja o la maternidad.
Esa violencia simbólica, un concepto
del sociólogo francés Pierre Bourdieu, enmascaran los privilegios de los
sujetos dominantes como es la misma sumisión de los dominados. Estos no dejan
pensar a las mujeres y las conducen a la infelicidad en la sexualidad, en la
pareja y en la familia, a donde llegan por cusa de estas sublimes y opresoras
imágenes del eterno femenino: belleza, delicadeza, dulzura, completa entrega en
el amor, abnegación total en la crianza de los hijos.
Resultado de esa violencia simbólica
será la culpabilidad, frustración y sumisión que arrastran a las mujeres a
extrañas formas de sadomasoquismo en su relación con os sujetos dominantes ya
se trate del amado, de la opinión de los demás o de Dios.
Para llevar a cabo esta denuncia,
Beauvoir se inspira en su propia experiencia autobiográfica. De ahí que exista
una continuidad temática en El segundo
sexo, sus memorias y las novelas memorialistas.
La hermenéutica de la factibilidad y la
hermenéutica de la sorpresa se complementan como métodos de desenmascaramiento
de las opresivas y culpabilizadoras falsas imágenes de la felicidad, con las
que el sistema de valores patriarcal arranca la sumisión de las mujeres.
[1]. BEAUVOIR, Simone de (2002), El segundo sexo, Prólogo a la
edición española de Teresa López Pardina, Traducción de Alicia Martorell, 2
vols., Madrid, Ediciones Cátedra, Universotat de Valencia, Instituto de la
mujer.
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