El sueño de la razón produce monstruos

jueves, 31 de mayo de 2012

Las pasiones humanas (1896), del belga Jef Lambeaux (1852-1908)


Las Pasiones humanas (1896), del escultor belga Jef Lambeaux (1852-1908)
Cuando la obra fue abierta al público en 1898 suscitó un escándalo inmediato. La oda a la vida que representa, en forma de cuerpos desnudos que gozan, ríen, se aman,
sufrió la condena pública al considerarla inmoral y un ataque a la decencia.
Tres días después de su apertura fue clausurado.

 
Una de las más evidentes empresas artísticas que haya conocido la humanidad, la mitología arcaica y clásica griega, y dos de sus derivas sustanciales: la literatura y la filosofía, como pilares del pensamiento precristiano, es comparable a la religión cristiana en teología, a la hechura y configuración de la Capilla Sixtina en pintura, a la aventura inenarrable del descubrimiento de América por Cristóbal Colón en el arte de la navegación, a la comedia humanística, como La Tragicomedia de Calixto y Melibea, en literatura, y, en la música,  a la ópera épica El Anillo del Nibelungo (tetralogía formada por El oro del Rin (Das Rheingold), La valquiria (Die Walküre), Sigfrido (Siegfried) y El ocaso de los dioses (Götterdämmerung), de Richard Wagner, por poner algunos ejemplos.
Como Wagner en la mitología germánica, convencido por Ludwing Feuerbach[1], de que no eran los dioses los que creaban a los hombres sino éstos a los dioses, adornándolos de todas sus virtudes y defectos, nos iremos moviendo por parte de esa tradición arcaica y clásica de los griegos en la que se sustenta su mitología y su literatura, y los infortunios de los hombres en su relación individual con la comunidad y con el Estado a través de la tragedia griega, lo que es tanto como decir a través de la mitología, la literatura y la filosofía. El poeta elegíaco y filósofo griego Jenófanes de Colofón (570 a. C.), entre los presocráticos, ya había afirmado “los seres humanos se han creado dioses a su propia imagen”, y Protágoras, “El hombre es la medida de las cosas”. Fueron este grupo de filósofos primitivos los que por primera vez dijeron que los mitos no fueran tal vez más que imaginaciones humanas.
Uno de los fines de El anillo del nibelungo es, sin duda, la recusación de la trascendencia teológica, la convicción de Wagner de que solo el arte da vida y vigencia a unos dioses y a un más allá tan frágiles, vulnerables y confusos como los mismos seres humanos[2].
En la mitología griega se desencadenan las pasiones, las hazañas, los crímenes y, a partir de ese pecado original, se precipitará a dioses, semidioses, titanes, gigantes, humanos, padres, consortes y descendientes, griegos y troyanos, en una orgía de violencia que acabará por destruirlos sumiéndolos en el camino de la exterminación y la muerte (la saga de los Labdácidas o la cadena de desgracias que jalonan la historia de los Atridas).
 
No hay tabú que no se viole (incesto, matricidio, parricidio, filicidio…) ni exceso (raptos, violaciones, sacrilegios, apostasía, bacanales, traiciones, codicias…) que no se cometa en el panteón pagano griego. Se suceden las prácticas mágicas y oráculos que destruyen la identidad de los individuos y los destellos diamantinos no dejan de deslumbrarnos o sobrecogernos cuando afrontamos la lectura de sus líricas o épicas peripecias, en las que intervienen dioses, hombres y héroes, casi siempre macabras y tan horrendas y feroces que serían irresistibles sin la originalidad y la belleza de los textos que van modelando cada episodio con profundidad y elegancia, hasta concluir en una intensidad milagrosa como la que podemos contemplar en el destino aciago de Edipo o en la muerte violenta de Antígona.
Todo ese mundo mítico y mágico nos aparece distanciado de las experiencias vividas y se transmuta en imágenes plásticas y espectáculo dramático, a veces sacralizado, una realidad otra (una piedra, un árbol) o como cosa “totalmente otra” (lo natural, lo profano) y totalmente diferente (lo sagrado, que al manifestarse, se limita y deja de ser absoluto. Ej.: con la Encarnación del Hijo de Dios, Dios mismo se hace historia (Jesucristo, el hijo del hombre), acepta limitarse; ahí radica el mysterium tremendum, el gran misterio ininteligible) (ELIADE, Mircea, 1991).


[1]. FEUERBACH, Ludwing (1995), La esencia del cristianismo, Madrid, Trotta.

[2]. VARGAS LLOSA, Mario (2010), “Los dioses mueren en Bayreuth”, LA CUARTA PAGINA, El País, domingo 8 de agosto.

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