Pero no encontraremos difícilmente nada más prodigioso
que el flujo menstrual. La proximidad de una mujer en este estado hace agriar
el mosto; a su contacto, los cereales se convierten en estériles, los injertos
mueren, las plantas de los jardines se secan, los frutos de los árboles donde
ella está sentada caen; el resplandor de los espejos se enturbian nada más que
por su mirada; el filo del acero se debilita, el brillo del marfil desaparece,
los enjambres de las abejas mueren; incluso el bronce y el hierro se oxidan
inmediatamente y el bronce toma un olor espantoso; en fin, la rabia le entra a
los perros que prueban de dicho líquido y su mordedura inocula un veneno sin
remedio. Hay más: el asfalto, esa sustancia tenaz y viscosa que, a una época
precisa del año sobrenada un lago de Judea, que se llama Asphaltites, no se
deja dividir por nada, pues se adhiere a todo lo que toca, excepto por un hilo
infectado por este veneno. Se
dice incluso que las hormigas, esos animalejos minúsculos, le son sensibles:
ellas echan los granos que transportan y no los vuelven a recoger. Este flujo
tan curioso y tan pernicioso aparece todos los treinta días en la mujer, y, con
más intensidad todos los tres meses.
[Hist. Nat., VII, 64-66][1]
[Hist. Nat., VII, 64-66][1]
[1].
Cfr. CANET, José Luis (1996), La mujer
venenosa en la época medieval, Valencia, Lemir, pág. 3).
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