El sueño de la razón produce monstruos

sábado, 22 de octubre de 2011

Calderón: La vida es sueño (VI)

Libertad y destino, tesis y antítesis del eje trágico de la acción

En la Jornada I aparece el espacio de la Torre, que es el espacio del prisionero, del despojado de su libertad y de su identidad; es el espacio del “monstruo” tal y como lo expresa el lenguaje mítico del texto. En oposición y simetría, luego accederemos al espacio del Palacio que es el espacio del Rey (Jornada II), responsable de la prisión del hombre de la Torre al que se identifica como hijo único y príncipe heredero.

La explicación se nos desvelará a posteriori; ambos espacios son signos visuales y auditivos de los personajes del drama por su doble relación contradictoria de victima amenazadora (Segismundo, el monstruo) y victimario amenazado (Basilio, el Rey).

En el núcleo dialéctico de esta contradicción se inscribe la problemática relación de causa/efecto (real o imaginario) entre la victima y el victimario. Naturalmente, ambos espacios solo irán revelando sus significados a medida que la acción se va desarrollando y que remiten a dos visiones del mundo en conflicto: libertad y destino.

En la Jornada III, una nueva fuerza aporta una nueva dimensión del conflicto cuya solución apunta a la destrucción de uno de los dos espacios anteriores. Liberado de su prisión, el “monstruo” de la Torre derrota en el campo de batalla –tercer espacio- al rey del Palacio, cuyo espacio ocupará el primero tras la superación de la relación de exclusión / oposición por la de conciliación /identificación.

Esta estructura espacial de la acción ofrece una doble lectura del drama, según se focalice el punto de vista de Basilio o el de Segismundo, rompiendo la tensión dialéctica de ambas.

La acción trágica de La vida es sueño no empieza en el palacio con el discurso de Basilio, sino en la torre. Dos misteriosos personajes (Rosaura, dama, y Clarín, gracioso) son arrojados al espacio escénico. En él oyen primero una voz y luego descubren a un hombre encadenado en el interior de la torre. No saben quién es no por qué carece de libertad; solo saben que sufre, que es infeliz, pero desconocen, como el mismo prisionero, qué delito ha cometido para merecer tal castigo; su único delito consiste en haber nacido y su culpa es vivir. Como ser humano se siente injustamente limitado por su falta de libertad, ante las demás criaturas de la naturaleza.

Su monólogo (vv.101-171), uno de los más famosos de nuestro teatro clásico, está lleno de interrogantes dirigidos a sí mismo y a los “cielos”, en los que la angustia de no entender el sentido de la existencia, el porqué de su estar así en el mundo y la esencia de ese ser, se expresan con la más rigurosa lógica. A tantas preguntas los “cielos” no dan respuesta.

Quien responde, en cambio, desde el palacio, es el rey Basilio, padre de Segismundo. Sin embargo su respuesta no va dirigida al prisionero, sino a la Corte. Afirma Basilio que Clorilene, su esposa y madre del príncipe, soñó antes de parirle: “que rompía / sus entrañas atrevido, / un monstruo en forma de hombre; / y entre su sangre teñido, / le daba muerte, naciendo / víbora humana del siglo. Llegó de su parto el día / y, los presagios cumplidos […]” (Jornada I, Escena VI, vv. 670-677). Lo que vio en sueños se cumplió. Segismundo, al nacer, dio muerte a su madre. Basilio, rey astrólogo, consultando los astros, supo el terrible fatum que sobre su hijo pesaba: introducir la violencia y la discordia en el reino y avasallar la majestad real. Su poder político y científico, al dar crédito a los hados, hizo que Basilio encerrara al hijo desde su nacimiento.

Desde la torre, el espacio de la víctima, el príncipe se pregunta por la libertad; por el contrario, la respuesta de Basilio en el palacio (espacio del poder) versa sobre el destino. Así Calderón hará de la libertad y el destino los contrapuntos de la acción trágica. Sin embargo Basilio que cree en el destino, también parece creer en la libertad cuando le surge la duda y con ella la situación conflictiva y problemática: tal vez el libre albedrío de mi hijo pueda vencer su destino. De ahí que Segismundo sea sometido a la prueba preparada por el rey: si triunfa, será rey porque habrá vencido al destino; en cambio si fracasa, volverá a su prisión y el destino habrá vencido a Segismundo. Así queda planteado el conflicto central del drama.

En la Jornada II, encontramos a Segismundo en palacio, donde, pasados los efectos de la droga, despierta y actúa conforme a la interpretación que el Rey ha hecho de los astros: violento y agresivo. Sucumbe a su destino. La prueba ha terminado. Basilio se afirma en su convencimiento sobre el vaticinio que ha hecho de los hados. Y Segismundo vuelve a despertar encadenado en la Torre.

En la Jornada III, se juega el final, sin saber muy bien si ha vivido o ha soñado. Comienza en él una acción decisiva con dos aspectos: a) una interior, profundamente misteriosa, donde se produce una crisis personal que le transforma, y b) otra exterior, y simultánea a la primera: la liberación del prisionero por el pueblo en armas, que enfrentará al Rey, su padre, con el príncipe, legítimo heredero, en el campo de batalla.

Basilio, hasta el último momento, cree en la fuerza ciega e insoslayable del destino. Acorralado por las tropas de Segismundo, cuando Clotaldo le empuja a huir, le responde, convencido de la fatalidad del hado: “¿para qué?”. Y postrado a los pies del príncipe se somete, como un héroe antiguo, a la fatalidad y al sino. Todo se ha cumplido: humillado y vencido, está a los pies de su hijo.

En ese momento supremo, momento al que en la tragedia griega seguía la “catástrofe”, Segismundo dice: “Señor, levanta”. El férreo círculo del la fatalidad, en su dimensión de necesidad, queda roto (RUIZ RAMÓN, ibídem, págs. 144 y ss.). Es en ese minuto donde confluyen tres de los cuatro campos semánticos que configuran la acción de la tragedia: a) el del conflicto libertad/destino, b) el metafórico de “la vida es sueño”, y c) el ético del “vencerse a sí mismo”. El cuarto no es otro que la sucesión, el nuevo ciclo de poder; el pueblo y la Corte reunidos por primera vez, aclaman unánimes el triunfo del héroe. El príncipe, al que sus hazañas coronan Rey, situado en el presente, domina el pasado aciago y se dispone a adentrarse en el futuro. Es el instante en que comienza su nueva existencia.

La obertura polifónica del drama

En el teatro de Calderón y en el clásico en general, son frecuentes los comienzos abruptos y sorprendentes para captar la atención de los espectadores, apelando a los sentidos y a la imaginación a través de los signos escénicos, poéticos y simbólicos, que funcionan, a la vez, en distintos planos: léxico, espacial, auditivo, visual, de personaje, de vestido.

El filósofo y semiólogo francés Roland Barthes[1] nos dejó esta definición de la teatralidad del drama de Calderón: especie de máquina cibernética, verdadera polifonía informacional porque en ella es literalmente verdad que recibimos al mismo tiempo seis o siete informaciones que proceden del decorado, del vestuario, de la iluminación, del lugar de los actores, de sus gestos, de su mímica, de sus palabras. Como espectadores procesamos simultáneamente por la vista, el oído, la inteligencia, la memoria y la imaginación… lo que para el lector se hace imposible captar de la linealidad de la escritura.

La primera palabra pronunciada en la pieza es una entidad léxica imaginaria y fabulosa referida al “monstruo”, hipogrifo, animal polimorfo por excelencia, compuesto de caballo y grifón, a su vez híbrido de águila y león[2]. Su presencia responde al concepto barroco de tensión antitética siendo sus connotaciones la división y la violencia, signos vivos que corresponden tanto a Rosaura como a Segismundo, unidos desde el principio por la primera palabra del texto, a la que en la Jornada III se vuelve a sumar otro monstruo: el pueblo que liberará al príncipe heredero, y al que Clotaldo llama “Que el vulgo, monstruo despeñado y ciego, / la torre penetró, y de lo profundo / della sacó su príncipe […]” (vv. 2479-2781), asociado también con el hipogrifo violento.

Además el hipogrifo despeñado y ciego de Clotaldo se asocia a la caída de Faetón, hijo del sol, que quiso conducir el carro de su padre; su inexperiencia y atrevimiento estuvo a punto de abrasar la Tierra, y Júpiter para impedírselo lo derribó con su rayo; simbólicamente, a partir del XVI, es el emblema del atrevimiento y de la soberbia humana castigada.

Así Calderón integra los rasgos semánticos de división, violencia, caída, aplicados aquí al espacio escénico y a sus dos agonistas (Rosaura y Segismundo), ambos desprovistos de identidad, pues ninguno conoce a su padre. Las relaciones entre Rosaura y Segismundo son múltiples: Rosaura, mujer en hábito de hombre, cuya feminidad biológica contrasta con su actitud viril ante los golpes de la fortuna y con la espada, es violentamente arrojada al espacio escénico por la caída del caballo, víctima de la violencia de una fuerza ciega identificada con “las leyes del destino” (v. 12). Segismundo, por otro lado, monstruo humano, compuesto de hombre y fiera, vestido de pieles, yace encadenado en su prisión-sepultura, víctima también de la violencia de una fuerza identificada luego con la “ley del cielo” (v. 322).

En este espacio solitario y desierto, laberinto de peñas y rocas, la mirada se concentra en la Torre que, dominada por la imagen de la caída, parece un “peñasco que ha rodado de la cumbre” (Jornada I, v. 64). De su interior, del que “nace la noche, pues la engendra dentro” (Jornada I, v. 72), símbolo de noche de los sentidos y del conocimiento, sale un ruido de cadenas y una voz que se lamenta y nos obliga a escuchar “sus desdichas”.

La reacción de Rosaura, representante del público fuera de la acción dramática, ante el monólogo que acaba de escuchar –“Piedad y temor en mí / sus razones han causado” (Jornada I, Escena II, vv. 173-174)- repiten las palabras claves de la Poética aristotélica relacionadas con la catarsis trágica y favorece la identificación con el héroe, victima encadenada, enfurecido y que lanza su pregunta-ultimátum: “¿Qué ley, justica o razón/negar a los hombres sabe […]/que Dios ha dado a un cristal,/a un pez, a un bruto y a un ave?”.

Para lograr la respuesta profunda, Segismundo, monstruo humano, tendrá que llegar al conocimiento de sí mismo, superar la violencia –física, verbal, psicológica, política- a la que responde siempre con violencia, una violencia reactiva como respuesta a la violencia de los otros (nunca se muestra violento a la no violencia, por ejemplo de Rosaura) y atrapar su propio destino por un acto de generosa libertad. Solo entonces alcanzará el reconocimiento de la verdad, siendo el sueño el instrumento de su transformación.

Frente al discurso de la violencia, el discurso palaciego de Basilio

La primera escena en Palacio sirve para preparar la entrada del rey Basilio (Jornada I, Escena V). En oposición a la oscuridad del anochecer del espacio de la Torre, surge la luz del amanecer del espacio del Palacio; frente al discurso de la violencia (Segismundo trata de matar a Rosaura, creyendo que es un hombre, por haber violado su intimidad), aparece la cortesanía del discurso palaciego; frente al vestido de pieles, cuyo significado es irracionalidad, contemplamos los lujosos vestidos de los dos príncipes, Astolfo y Estrella, y su acompañamiento.

En el diálogo que mantiene los príncipes, entran en contradicción las finezas, metáforas y florituras galantes y cortesanas de Astolfo con la ocupación militar del espacio (su séquito son soldados del príncipe), que Estrella cuestiona inmediatamente y de forma inequívoca. La desconfianza es la reina entre los dos príncipes. Ambos por su relación familiar con Basilio (son hijos de dos de sus hermanas y, por tanto, primos carnales de Segismundo) tienen derecho al trono de Polonia y aspiran al Poder. Pero su pretensión está basada en una falsedad real: la viudez de Basilio sin descendencia.

Basilio, el Rey, viejo ya, se ofrece como arbitro de la disputa entre los pretendientes al trono. Él es el responsable de la llegada a Polonia de Astolfo y de su salida de Moscovia, lo que provoca también la llegada a Polonia de Rosaura, dama ofendida en su honor por éste. Entre Estrella y Astolfo no hay ninguna relación de amor de galán y dama, sino solo rivalidad, intereses sucesorios e ironía mal disimulada.

Cuando entra Basilio a escena (Jornada I, Escena VI), Estrella y Astolfo hablan en verso, cortándose la palabra, para llamar la atención del Rey. El espectador es el que a través de la acción y las discusiones va construyendo los tres personajes: ¿Quién es Estrella, quién Astolfo, quién Basilio? Lo que el texto nos muestra es la rivalidad y las ambiciones sucesorias de Astolfo y Estrella por ocupar el trono.

Basilio, por el contrario, ha decido dirigir un discurso a la Corte y a sus sobrinos y hace público sus secreto, de incalculables consecuencias políticas. Al revelar a la Corte la existencia de un Príncipe heredero legítimo del trono, encerrado desde su nacimiento en una Torre-prisión, asegura a sus dos sobrinos que ninguno quedará defraudado, pues lo ha citado allí para “componerlos”, es decir, unirlos en matrimonio.

El talante político de Basilio a través de su alocución

El rey Basilio al revelar el secreto de revela a sí mismo. Quien habla n dice solo, sino que se dice, y al decirse nos dice quién es. En su discurso aparecen sus pensamientos, sus preocupaciones, su “estilo científico”, su prepotencia y su conciencia de dominar la situación, pero también sus miedos y sus obsesiones. Y en función de ese quién, sus palabras reflejan, a la vez, la coherencia y también las contradicciones de un Yo, como sujeto enunciador del discurso.

El proceso de enunciación[i] no solo produce un enunciado, sino que imprime indicios que remiten al sujeto mismo de la enunciación, diciendo de sí más de lo que aparentemente está diciendo e, incluso, a contracorriente del mismo enunciado. Benveniste[3] afirmará: “En tanto que realización individual, la enunciación puede definirse, en relación con la lengua, como un proceso de ‘apropiación’. El locutor se apropia del aparato formal de la lengua y enuncia su posición de locutor mediante indicios específicos, por una parte, y por medio de procedimientos accesorios, por otra. […]Pero inmediatamente, en cuanto se declara locutor y asume la lengua, implanta al ‘otro’ delante de él, cualquiera que sea el grado de presencia que se atribuya a ese otro. Toda enunciación es, explícita o implícita, una alocución, postula un alocutario[ii]. (…) El acto individual de apropiación de la lengua introduce al que habla en su habla. He aquí un dato constitutivo de la enunciación. La presencia del locutor en su enunciación hace que cada instancia de discurso constituya un centro de referencia interna.” (BENVENISTE, E. ibídem, 1970, págs. 84-85).

El discurso no es un discurso improvisado, sino construido y calculado en todos sus efectos por un maestro del arte suasorio. Es un discurso frío, sin motivaciones emocionales, bien estructurado que solo produce una descarga de emoción cuando se imagina a sí mismo, Basilio rey, personal y físicamente, a las plantas de Segismundo, el Segismundo imaginario y fantasmal de la interpretación que hace el Rey del horóscopo: “¡Con qué congoja lo digo!” (Jornada I, v. 723), esticomitia henchida de subjetividad en un discurso de doscientos setenta y dos versos.

El discurso es un pez que se muerde la cola, porque no aparece claro en él si el miedo a ser destronado precede a la interpretación de los signos o es el resultado de una lectura en clave mítica: el arquetipo del nacimiento del héroe, con la consiguiente caída de reyes, donde se inscribe la sangre como violencia cósmica; es la sangre que tiñe al recién nacido y a la madre, al sol -“que el sol, con su sangre tinto”- y a las aguas de los ríos -“corrieron sangre los ríos.”-(Jornada I, Escena VI, vv. 673-699), y que volverá a ver Basilio, más tarde, cuando por primera vez habla cara a cara con Segismundo, y que, como el espectador sabe, solo está en la configuración imaginaria del Rey, enlazando el miedo y la violencia.

El miedo de Basilio le impedirá oír las quejas y recriminaciones de Segismundo, de las que solo percibirá lo que valora como amenazador para su persona, y que se produce en las dos escenas únicas entre el Padre y el Hijo dentro del espacio del Palacio, lo que provocará la violencia verbal de expresar su deseo, el más terrible de un Padre, de que hubiera sido mejor que su hijo no hubiera nacido. Basilio, a Segismundo: “Al cielo y a Dios pluguiera / que a dártele [el ser hombre] no llegara; / pues ni tu voz escuchara, / ni tu atrevimiento viera. (Jornada II, vv. 1488-1491).

Serán, finalmente, los soldados que van a liberar al Príncipe, los que vuelven a asociar, en la fantasía real, los hados y el miedo personal de Basilio, viéndose a sí mismo como objeto único de la amenaza de los cielos.

La interpretación de los hechos que nos da Basilio, acusado de Tirano (del gr. tyrannos, gobernante absoluto) por Segismundo primero y por los soldados después -Segism. “Pues en eso/ que tengo que agradecerte?/ Tirano de mi albedrío, / si viejo y caduco estás / muriéndote que me das? /¿Dasme más de lo que es mío?” (Jornada II, Escena VI, vv. 1503 y ss.), Soldado 1º. “tu imperial corona y cetro, / se la quites a un tirano.” (Jornada III, Escena III, v. 2299-2300) – forma parte del discurso del Poder y que es ese mismo discurso el que anticipa la vuelta del Príncipe a la Torre-prisión antes de der llevado a Palacio. El Rey disimula el papel de su propia agresión y violencia y desvía su culpabilidad proyectándola en Segismundo. Solo la admitirá más tarde en la extraordinaria escena de anagnórisis fallida: “¡Dura ley!, ¡fuerte caso!, ¡horror terrible! / Quien piensa que huye el riesgo, al riesgo viene; / con lo que yo guardaba me he perdido; yo mismo, yo mi patria he destruido.” (Jornada III, Escena V, vv. 2456-2459).

Basilio, después del discurso ante las Cotes, creyéndose en paz con su conciencia, podrá cumplir su promesa de dar el cetro a los dos sobrinos, Astolfo y Estrella, “junto el uno el derecho/ de los dos, y convenidos/ con la fe del matrimonio, tendrán lo que han merecido.” (Jornada I, Escena VI, vv.833-835).Sin embargo, subyacente a ese orgullo intelectual que impregna el discurso, aparecen el fantasma de ese Ego, nunca silencioso, aunque sí reprimido, poseído por el miedo y el temor a ser destronado por su propio hijo. Basilio dice y se dice en los versos más, en donde de nuevo aflora ese otro texto sumergido, subentendido, invisible en las profundidades de lo no-dicho: “Es la segunda, que si él, / soberbio, osado, atrevido / y cruel, con rienda suelta /corre el campo de sus vicios, habré yo piadoso entonces /con mi obligación cumplido, / y luego en desposeerle /haré como rey invicto, / siendo el volverle a la cárcel / no cruel, sino castigo.” (Jornada I, Escena VI, vv.816-825).

Para llevar a cabo la sucesión prevista, es necesario que Segismundo se manifieste soberbio, osado, atrevido y cruel y lleve una vida de vicios. Entonces, invicto, del latín invictus, esto es, “no vencido, siempre victorioso” (D.R.A.L.E.) Basilio habrá cumplido con su deber de monarca. Pero invicto ¿de quién? Obviamente de Segismundo, porque para ser invicto deberá desposeerle de la corona y el cetro, la única forma segura de no ser vencido, según su propia configuración fantasmal. Por eso, Astolfo y Estrella “tendrán lo que han merecido” (v. 835).

La otra solución, respecto a la sucesión al trono, sería que Segismundo fuera “prudente, cuerdo y benigno, / desmintiendo en todo al hado / que dél tantas cosas dijo, /gozaréis el natural / príncipe vuestro, que ha sido / cortesano de unos montes y de sus fieras vecino.” (Jornada I, Escena VI, vv. 809-815). Ahora bien, con la educación que ha recibido entre fieras, el Príncipe tiene pocas posibilidades de salir triunfante de la prueba a que será sometido.

Al final de La vida es sueño, el discurso de Basilio tendrá su réplica en el discurso de Segismundo, formando ambos la tesis y antítesis ambiguas del ambiguo enunciado global del drama, regido por la lógica de la contradicción (RUIZ RAMÓN, ibídem, págs. 157 y ss.).



[1]. BARTHES, Roland (1967), Ensayos críticos, Barcelona Seix Barra, pág. 309.

[2]. El hipogrifo más famoso es acaso el fantástico caballo alado del poema épico caballeresco Orlando furioso (Ludovico Ariosto, 1532), que acompaña al paladín Astolfo en su viaje a la Luna par recuperar el seso de Orlando.

[3]. BENVENISTE, Émile (1970): “El aparato formal de la enunciación”, en Problemas de lingüística general, II, traducción de Juan Almela, México: Siglo XXI, 1970, 84-85.



[i].El lingüista estructuralista Emile Benveniste (1902-1976) desarrolla la Teoría de la Enunciación, que puede considerarse como uno de los pilares de la pragmática. Benveniste considera la enunciación una instancia intermedia entre la lengua como sistema de signos, y el habla como manifestación expresa de la lengua. La bibliografía esencial para entender este enfoque son los dos artículos:

BENVENISTE, E. (1958), “De la subjetividad en el lenguaje”, en Problemas de lingüística general, I, México: Siglo XXI, 1974; 179-187. Trad. De Juan Almela.

BENVENISTE, E. (1970): “El aparato formal de la enunciación”, en Problemas de lingüística general, II, México: Siglo XXI, 1977; 82- 91. Trad. De Juan Almela

[ii]. Enunciación se define como acto individual de utilización de la lengua en un contexto dado. Se opone a frase cuando el enunciado se lo considera fuera del contexto. En este sentido, a una frase corresponden multitud de enunciados. Los contextos pueden ser: a) el entorno físico de la enunciación o contexto situacional; b) el contexto lingüístico que requiere la memoria del intérprete para poner en relación unas unidades con otras, anteriores o posteriores, del mismo texto, y c) los saberes anteriores a la enunciación, por ejemplo, los nombres propios o la Ley de Sucesión de Polonia en el drama de Calderón.

La trascendencia de la Teoría de la enunciación, radica en la necesidad de renunciar a reducir el lenguaje al papel de instrumento "neutro", destinado solamente a transmitir unas informaciones, para plantearla como una actividad entre dos protagonistas, enunciador y alocutario, actividad a través de la cual el enunciador se sitúa en relación con ese alocutario, con su enunciador, con su enunciación misma, con su enunciado, con el mundo, con los enunciados anteriores o los que vendrán. Esta actividad deja rastros en el enunciado. Esos son los rastros que el lingüista intenta analizar. De esa manera, el lenguaje no es un simple intermediario que se desvanece ante las cosas que "representa": no hay solamente lo que es dicho sino además, el hecho de decirlo, la enunciación, que se refleja en la estructura del enunciado.

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